miércoles, 31 de diciembre de 2014

El riesgo de ser administrador y el Derecho de Sociedades


Lo que sigue es el texto que preparé para una intervención en Barcelona en noviembre de 2014 en el marco de una sesión del Foro jurídico económico de La Caixa. En parte, está construida sobre la base de algunas entradas ya publicadas en el blog.

Es evidente que no corren buenos tiempos para los administradores sociales. Habrá quien diga que nunca fueron malos, pero convendremos que los han tenido mejores. En Alemania, los juristas han discutido en su reunión anual si hay un peligro de ruina de los administradores y si deberíamos limitar ex lege su responsabilidad frente a la compañía y frente a terceros. La reforma de la Ley de Sociedades de Capital actualmente en marcha sugiere que el espacio para que la autonomía privada regule la cuestión, vía limitaciones estatutarias a la responsabilidad de los administradores y vía seguros es mayor de lo que la doctrina tradicional ha admitido. Los supuestos de hecho de normas jurídicas que imponen responsabilidad personal de los administradores por las deudas de la compañía que gestionan se han multiplicado. No hay que recordar el agravamiento de la responsabilidad personal del administrador en caso de concurso o las múltiples normas del Derecho público que hacen responsables personalmente de créditos públicos o de créditos de determinados grupos de terceros (trabajadores) a los administradores de la compañía por no hablar del Derecho Penal y la reciente incorporación de nuevos tipos delictivos que pueden ser cometidos por administradores sociales y de la responsabilidad penal de las personas jurídicas.

Los que están contentos con este estado de cosas alegan que los administradores sociales ganan mucho dinero en el caso de que sean son solo administradores y que tampoco hay que tenerles lástima cuando gestionan sus propios intereses si, como es lo normal en sociedades no cotizadas, son administradores porque son dueños de la empresa social. Que son muchas décadas de impunidad.

A los juristas debe preocuparnos si este estado de cosas se corresponde con un Derecho que goce de buena salud técnica y política. Mi opinión es que hace falta reforzar la influencia de la buena Dogmática jurídica sobre el legislador “sectorial” y sobre nuestro Tribunal Supremo y que, si lo logramos, el Derecho español merecerá una buena nota en la materia y que se retire la ignominiosa afirmación del Wall Street Journal según la cual, en España no había responsabilidad limitada para las empresas, lo que estaría dañando gravemente la innovación y la creación de empresas tecnológicas[1]. Apuntaba el conservador diario norteamericano a un problema mayor y es este el de la falta de respeto del legislador – y, a veces, de los jueces – a la buena técnica jurídica en la atribución de responsabilidad a personas distintas del deudor con bases muy débiles o en instituciones como la doctrina del levantamiento del velo o la necesidad de proteger a presuntas víctimas.

Pero, al margen de la responsabilidad concursal, lo que ha podido contribuir a convertir a la profesión de administrador social en una profesión de riesgo tiene que ver, sobre todo, con la responsabilidad frente a terceros distintos de la propia sociedad. La acción social de responsabilidad, por el contrario, no ha arruinado a ningún administrador y no está diseñada para que pueda hacerlo. Lo que convierte en arriesgada la condición de administrador es la que los alemanes – y nosotros – llaman responsabilidad “externa” de los administradores por oposición a la responsabilidad interna o frente a la propia sociedad. Aunque ambas están claramente diferenciadas, nuestra doctrina las mezcla, extiende las reglas aplicables a la segunda a la primera – indebidamente – y carece de bases sólidas para mantener dentro de límites razonables la responsabilidad de los administradores sociales.

La cuestión es de la mayor importancia porque en las últimas décadas se ha desarrollado extraordinariamente la dogmática de los deberes de los administradores frente a la compañía. Estos – el deber de diligencia y el deber de lealtad – han sido puestos a prueba en numerosas resoluciones judiciales y retocados en varias ocasiones por el legislador. No solo en España, naturalmente. En toda Europa y en todo el mundo. Sabemos hoy mucho más acerca de lo que debe ser el comportamiento de un administrador diligente y leal. Sabemos también que el Derecho no debe preocuparse de asegurar que los administradores sociales trabajen duro y se ocupen y preocupen de los asuntos sociales. Existen potentísimos mecanismos de mercado que aseguran que los incompetentes y los vagos no duren mucho al frente de las empresas. ¡Si sólo ocurriera lo mismo con los que ocupan cargos públicos! El Derecho es imprescindible para asegurarnos que la tontuna – feliz expresión del español de América – y falta de atención del administrador no oculte la indecencia y trapacería de los que se hacen el tonto a cambio de una parte del botín que reparte el administrador depredador con los que, se suponía, le tenían que vigiar (culpa grave dolo aequiparatur).

La Sociedad no tolera y el Derecho debe servir a la Sociedad para evitar la impunidad de estos administradores depredadores. La reforma de la Ley de Sociedades de Capital dota a los socios de nuevas y más eficaces herramientas para impedir que se salgan con la suya. Lo hace facilitando el ejercicio por la minoría de la acción social de responsabilidad que ya no tendrá como presupuesto el que la mayoría social se haya pronunciado al respecto cuando se denuncie una infracción por el administrador de su deber de lealtad. Y, sobre todo, amplía las acciones que pueden ejercerse por los socios expropiados por el administrador desleal. No sólo se le puede exigir la indemnización de los daños y perjuicios sufridos por la compañía (con el brillante auxilio de la doctrina res ipsa loquitur) sino que podrá pedirse la nulidad de los contratos celebrados con partes relacionadas por el administrador desleal; ejercitarse la acción de remoción y, sobre todo, exigirse la reintegración del patrimonio social con todos los beneficios que haya obtenido este administrador con su comportamiento infiel (acción de enriquecimiento injusto).

Pero para el administrador fiel, para el que sabe que su misión es construir la mejor empresa de su sector; para el que es consciente que no se puede ganar dinero a largo plazo estafando a los clientes, explotando a los proveedores o a los trabajadores o defraudando a Hacienda o destrozando comunidades, los riesgos de resultar responsable personalmente de las consecuencias desfavorables de su gestión siguen siendo elevados. Querríamos creer que la incorporación expresa de la business judgment rule también en la reforma en marcha contribuye a tranquilizar a estos individuos. Porque el legislador le dice a los jueces que no lo sabían todavía (muchos lo sabían desde hace tiempo) que el administrador no “debe” resultados a la compañía que administra; que “a toro pasado, todos somos Manolete” y que el Juez sólo ha de examinar si el administrador adoptó la decisión que “salió mal” informada y desinteresadamente. Sin asomo de conflicto de interés.

Pero los riesgos para estos administradores siguen siendo elevados porque tenemos dos frentes adicionales cuyos contornos no están correctamente delimitados. Me refiero a la responsabilidad de los administradores por las deudas sociales en caso de que la compañía debiera haberse disuelto y no lo haya sido porque los administradores no lo hayan propuesto y a la llamada acción individual de responsabilidad.

En relación con la responsabilidad por las deudas sociales del art. 367 LSC, tras la última reforma, la norma es coherente con el principio de proporcionalidad. Hasta la reforma de 2005, la responsabilidad se extendía – como es sabido – a todas las deudas de la compañía y no solo a las contraídas tras estar la sociedad en causa de disolución. Nadie lo sugirió, pero, en su versión original, el art. 367 LSC era un buen candidato para ser considerado un precepto inconstitucional por establecer una sanción desproporcionada a la gravedad y culpabilidad del comportamiento que constituía su supuesto de hecho. Pero los jueces civiles ya no presentan cuestiones de inconstitucionalidad. ¿Para qué si tenemos un Tribunal Constitucional que ha caído en el formulismo y que ha perdido buena parte de su prestigio técnico? Es verdad que, históricamente, el precepto permitió cortar con la picaresca extendida de trasladar el negocio a otra persona jurídica y dejar con un palmo de narices a los acreedores. Pero, país de extremos, gracias a esta norma, España pasó de ser el paraíso de los deudores a ser el paraíso de los acreedores – desde el punto de vista legislativo – en pocos años. Hasta el punto de que buena parte de las críticas de la jurisprudencia europea al legislador español en materia de contratación se explican por la capacidad de los acreedores financieros de capturar al legislador y por el excesivo peso en éste de la preocupación por garantizar la solvencia del sistema financiero.

Al respecto, me atrevería a sugerir una variación en la interpretación del art. 367 LSC. Para hacerlo plenamente coherente con los principios que configuran el Derecho de la responsabilidad civil (contractual o extracontractual), tal vez deberíamos configurarlo con un carácter de presunción: se presumirá la culpa del administrador respecto del daño sufrido por el acreedor social al que la compañía no puede pagar si, cuando la compañía contrajo la obligación con la participación – por acción u omisión – del administrador, aquella se encontraba en causa de disolución. De este modo, supuesto de hecho y consecuencia jurídica guardarán proporcionalidad. Porque, a menudo, no hay relación alguna entre el hecho de que la compañía se encuentre en causa de disolución y que el acreedor viera insatisfecho su crédito frente a la compañía. Y los supuestos de responsabilidad objetiva por una deuda ajena deben limitarse al mínimo posible. Una aplicación automática del art. 367 LSC puede conducir a consecuencias injustas y una aplicación no “principiada”, esto es, llevada por el sentimiento de justicia del juez de turno, puede llevar a reacciones formalistas por parte del Tribunal Supremo y, en el peor de los casos, a un trato imprevisiblemente injusto de los particulares.
De estas reglas, deducimos sin embargo, que en la medida en que los administradores vigilen de cerca la solvencia y la liquidez de la compañía y que no se apropien del patrimonio social pueden estar tranquilos. ¿O no?

La respuesta es, lamentablemente, “o no”. Aquí es donde entra la insatisfactoria jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre el artículo 241 LSC, el que recoge la denominada “acción individual de responsabilidad”. Como, sin mucho éxito, hemos expuesto  en nuestro trabajo sobre la responsabilidad externa de los administradores sociales, este tipo de acciones no tienen nada de especial, esto es, no son acciones de Derecho de Sociedades sino acciones indemnizatorias generales. 

Digo sin mucho éxito a la vista de la Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de mayo de 2014. Debemos adelantar que, probablemente, el fallo es correcto. La doctrina sentada, sin embargo, es incorrecta y puede tener consecuencias negativas en futuros casos similares al juzgado en ella. Los hechos pueden resumirse como sigue: el demandante compra una vivienda a una sociedad limitada dedicada a la promoción inmobiliaria. Ésta incumple y el demandante resuelve el contrato y pide la devolución de las cantidades adelantadas como pago del precio y que, según la Ley de Ordenación de la Edificación, debían estar garantizadas por un aval o mediante un seguro de caución. La sociedad no había avalado las cantidades entregadas a cuenta, de manera que no puede devolverlas al demandante porque es insolvente. El demandante exige el pago de dichas cantidades a los administradores de la sociedad limitada imputando a éstos una negligencia grave al no haber garantizado el aval de las mismas según ordena la legislación sobre compraventa de viviendas.

El Juzgado de 1ª Instancia estimó íntegramente la demanda. La Audiencia Provincial de Albacete estimó la demanda en cuanto a la sociedad pero la desestimó respecto de los administradores sobre la base (?) de que la responsabilidad de éstos era subsidiaria y sólo podía activarse si se probaba la insolvencia de la sociedad. El Tribunal Supremo afirma la responsabilidad personal del administrador y le condena al pago, con cargo a su patrimonio personal, de las cantidades adelantadas. Y lo hace sobre la base de que resulta aplicable el art. 241 LSC.

La argumentación del Tribunal Supremo empieza bien. Dice que hay que determinar si la infracción (de la Ley de Ordenación de la Edificación y el consiguiente perjuicio para el demandante que no puede recuperar las cantidades adelantadas porque la sociedad carece de medios para pagar) “es directamente imputable también a los administradores de la sociedad o, exclusivamente, a ésta última”. A continuación, realiza manifestaciones, a nuestro juicio incorrectas, sobre la acción individual:

la acción individual de responsabilidad supone una especial aplicación de responsabilidad extracontractual integrada en un marco societario, que cuenta con una regulación propia ( art. 135 LSA -241 LSC), que la especializa respecto de la genérica prevista en el art. 1902 Cc ( SSTS de 6 de abril de 2006 , 7 de mayo de 2004 , 24 de marzo de 2004 , entre otras).
La afirmación es incorrecta. El artículo 241 LSC “no dice nada”. Es una norma de remisión. Se limita a recordar que, el hecho de que los administradores respondan frente a la sociedad no excluye la aplicación de cualquier norma cuyo supuesto de hecho incluya la responsabilidad de los administradores. Por ejemplo, si un administrador, en ejercicio de sus funciones, denigra a un competidor, éste podrá ejercer las correspondientes acciones de competencia desleal no solo contra la sociedad sino también contra el administrador personalmente, por cuanto el administrador ha realizado personalmente el supuesto de hecho de la norma de la Ley de Competencia Desleal que afirma que están legitimados pasivamente todos los que hubieran contribuido a la realización del acto de competencia desleal. Puesto que fue el administrador el que realizó las manifestaciones denigratorias, él es personalmente responsable con independencia de que también responda la sociedad.

Todos los criterios de interpretación del art. 241 LSC conducen a esta conclusión: el literal (“Quedan a salvo…”); el histórico (antecedentes europeos de la norma); el sistemático (el art. 241 LSC no contiene régimen alguno de esta acción individual) y, sobre todo, la necesidad de evitar contradicciones de valoración: ¿por qué ha de decidirse de forma distinta la responsabilidad personal de un maestro, de un empleado de un establecimiento por daños causados a personas que se relacionan con el colegio donde da clase el primero o con el establecimiento en el que trabaja el empleado y la responsabilidad de un administrador de una sociedad? En este sentido, no es un argumento afirmar que el ilícito cometido por el administrador personalmente es un "ilícito orgánico", entendida como la contraída en el desempeño de sus funciones del cargo. También, en el caso de un maestro que omite el cumplimiento de sus deberes como tal resultando de los mismos que uno de los alumnos del colegio sufre un daño, ha cometido un “ilícito orgánico” en el sentido de cometido en el ejercicio de sus funciones como maestro del colegio. Que los administradores sean “órganos” de la persona jurídica hace referencia a la vinculación del patrimonio social por los actos o negocios jurídicos realizados por los administradores y, por tanto, justifica la responsabilidad del patrimonio social por dichos actos, pero no nos dice nada sobre la responsabilidad personal del administrador.

Añade el Tribunal Supremo que

En el presente caso, la fuente de deberes que se le imponen en su condición de administradores es, entre otras, la de cumplir y respetar las normas que afectan a la actividad social o sectorial, si se prefiere. El cumplimiento de este "deber objetivo de cuidado" que, como ha afirmado la doctrina, consiste en no dañar a los demás, exige emplear la diligencia de un "ordenado empresario" y cumplir los deberes impuestos por las leyes (art. 266 LSC) en relación con los terceros directamente afectados por su actuación. La infracción de este deber, supone un incumplimiento de una obligación de la sociedad, que es imputable a los administradores, por negligencia, en el ejercicio de sus funciones en el cargo, actuando como órgano social.
Esta afirmación es excesiva. Es cierto que el deber de diligencia incluye el deber de asegurarse que la compañía cumple con las normas legales que regulan su actividad. Pero la afirmación es excesiva porque supone hacer responsables a los administradores personalmente de cualquier infracción por la sociedad de las normas legales o de los deberes de cuidado que le imponga el ordenamiento. Es decir, se impone a los administradores sociales un deber de garante absolutamente desproporcionado

Los administradores de Repsol responderían así, personalmente, de cualquier daño causado por Repsol a cualquier tercero si Repsol hubiera infringido alguna norma jurídica de obligado cumplimiento y puede establecerse un nexo de causalidad entre la infracción y el daño. Como hemos dicho, es indudable que los administradores tienen obligación de asegurarse que la compañía que administran cumple con las “leyes y reglamentos” y que cumple sus contratos con los terceros que se relacionan con ella, pero esta tampoco es una obligación de resultado. La Ley les obliga únicamente a poner en marcha y supervisar mecanismos internos de organización que aseguren razonablemente que la compañía cumplirá con sus deberes de “buen ciudadano” y que no incurrirá en riesgos excesivos ni económicos ni jurídicos. Pero es disparatado que se les imponga responsabilidad por cualquier fallo en esa organización que cause un daño a cualquier tercero. El Tribunal Supremo no lo ve exactamente así:
“Del daño en principio, responde la sociedad, sin perjuicio de que ésta pueda repetir contra sus administradores una vez reparado mediante el ejercicio de la acción social de responsabilidad (art. 133 LSA y arts. 236 - 240 LCS ). Pero llevados al extremo que contempla la sentencia recurrida que considera la acción individual, como subsidiaria y sólo ejercitable en caso de insolvencia de la sociedad, supondría un blindaje y, en la práctica, una exoneración de responsabilidad de los administradores. El art. 241 LCS permite una acción individual contra los administradores, cuando en el ejercicio de sus funciones, incumplen normas específicas que se imponen a su actividad social y tienden a proteger al más débil, en este caso, al comprador de una vivienda que anticipa su precio antes de serle entregada, y sufre directamente el daño como consecuencia del incumplimiento de sus obligaciones”.
La afirmación destacada en negrita es incorrecta. De nuevo, lo relevante no es que la sociedad haya incumplido una norma jurídica (promulgada para proteger a la parte débil de una relación o promulgada para evitar el fraude fiscal, la finalidad de la norma infringida es irrelevante) sino que el incumplimiento de la norma que ha causado el daño al tercero que se relaciona con la sociedad sea imputable personalmente al administrador sobre el cual pueda afirmarse que pesaba un deber de cuidado en relación con el tercero concreto que le exigía asegurarse de que la sociedad cumplía con la norma. Y aquí es donde la comparación con Repsol tiene sentido y por qué afirmábamos al principio de estas líneas que el fallo puede ser correcto.

En el caso de una pequeña promotora, los administradores gestionan la sociedad y se encargan, a menudo personalmente, de la realización de las actuaciones a las que viene obligada la sociedad (en el caso, contratar el seguro o el aval) y, en fin, en una pequeña promotora, parece claro que los administradores han de asegurarse personalmente de que la sociedad procede a dicha contratación. Pero nadie en su sano juicio diría que los administradores de Repsol están obligados, por ejemplo, a asegurarse de que una instalación situada en Ecuador que pertenece a la compañía, cumple con todos los requisitos medioambientales, sobre todo, si Repsol tiene doscientas instalaciones de ese tipo en todo el mundo y está organizada para que existan personas concretas – el gestor de la instalación – que velen por el cumplimiento de los requisitos legales. Lo que prueba que no existe un deber de cuidado de los administradores de una sociedad de garantizar que ésta cumple con todas las normas legales aplicables. El deber personal de los administradores se limita a asegurarse que la organización de la compañía permite prever, razonablemente, el cumplimiento de las normas legales.

A partir de ahí, el Tribunal Supremo aplica ¡los requisitos del art. 1902 CC!, que ha excluido previamente:

“En el presente supuesto se dan todos los presupuestos para que deba prosperar la acción individual de responsabilidad, de acuerdo con la doctrina sentada por esta Sala (SSTS 396/2013, de 20 de junio , 15 de octubre de 2013 RC 1268/2011 , 395/2012, de 18 de junio , 312/2010 de 1 de junio , 667/2009 de 23 de octubre , entre otras), que son: (i) incumplimiento de una norma, en el presente caso, Ley 57/1986, debido al comportamiento omisivo de los administradores; (ii) imputabilidad de tal conducta omisiva a los administradores, como órgano social; (iii) que la conducta antijurídica, culposa o negligente, sea susceptible de producir un daño; (iv) el daño que se infiere debe ser directo al tercero que contrata, en este caso, al acreedor, sin necesidad de lesionar los intereses de la sociedad y (v) relación de causalidad entre la conducta contraria a la ley y el daño directo ocasionado al tercero, pues, sin duda, el incumplimiento de la obligación de garantizar la devolución de las cantidades ha producido un daño al comprador que, al optar, de acuerdo con el art. 3 de la Ley, entre la prórroga del contrato o el de la resolución con devolución de las cantidades anticipadas, no puede obtener la satisfacción de ésta última pretensión, al no hallarse garantizadas las sumas entregadas. En el presente caso, el incumplimiento de una norma sectorial, de ius cogens, cuyo cumplimiento se impone como deber del administrador, en tanto que deber de diligencia, se conecta con el ámbito de sus funciones (arts. 225,226, 236 y 241 LSC), por lo que le es directamente imputable.
Como el Tribunal Supremo se da cuenta de las bárbaras consecuencias que hemos explicado más arriba, trata de “recortar”:

“Cuanto antecede obliga a señalar inmediatamente que no puede aplicarse de forma indiscriminada la vía de la responsabilidad individual de los administradores por cualquier incumplimiento en el marco de las relaciones obligatorias que nacen de los contratos, pues, como ha señalado esta Sala (STS 30 de mayo de 2008 ) supondría olvidar e ir en contra de los principios fundamentales de las sociedades de capital, como son la personalidad jurídica de las mismas, su autonomía patrimonial y su exclusiva responsabilidad por las deudas sociales, u olvidar el principio de que los contratos sólo producen efecto entre las partes que lo otorgan, como proclama el art. 1257 Cc . La responsabilidad de los administradores en ningún caso se puede conectar al hecho objetivo del incumplimiento o defectuoso cumplimiento de las relaciones contractuales, convirtiéndolos en garantes de las deudas sociales o en supuestos de fracasos de empresa que han derivado en desarreglos económicos que, en caso de insolvencia, pueden desencadenar otro tipo de responsabilidades en el marco de otra u otras normas”.
Sin embargo, no convence cuando explica el criterio que permite delimitar los supuestos en los que hay responsabilidad personal de los administradores:

Pero en el presente caso, la responsabilidad directa de los administradores proviene del carácter imperativo de la norma que han incumplido y de la importancia de los intereses jurídicos protegidos por dicha norma. Ello supone que incumbe a los administradores asegurarse del cumplimiento de esta exigencia legal, y que su incumplimiento les sea directamente imputable.
Como el ejemplo de Repsol pone de manifiesto, es irrelevante que la norma infringida sea imperativa (una norma no puede infringirse si no es imperativa) o que los intereses protegidos por la norma sean importantes (en nuestro ejemplo, las normas de seguridad de la instalación que eviten daños medioambientales son, si cabe, más importantes). Lo relevante es que el daño sufrido por el demandante sea imputable personalmente a los administradores porque éstos hayan infringido un deber de cuidado que el ordenamiento les impone para proteger el interés del tercero que demanda. Exactamente lo que dice la mejor doctrina que hay que hacer para afirmar la responsabilidad del dañante ex art. 1902 CC.

Nos merecemos una doctrina mejor en materia de la acción individual. El Supremo ha errado cada vez que se ha enfrentado a ella, empezando por igualar los plazos de prescripción a los de la acción social, lo cual es un disparate dada la específica ratio del plazo de cuatro años desde que abandonaron el cargo que tiene el plazo de prescripción de la acción social. Esperemos que rectifique como ha hecho en relación con la aplicación in totum de las reglas de la acción social a la acción individual.

¿Cómo se formula esa “mejor doctrina”? 

Afirmando que, en el caso más frecuente, el demandante ha de probar los requisitos del art. 1902 CC ya que, en principio, su deudor es la sociedad. El administrador es un tercero y, por tanto, el acreedor social ha de demostrar que el tercero debe ser condenado a indemnizar el daño sufrido por el acreedor al no poder cobrar de la sociedad porque el administrador haya infringido algún deber de cuidado que el ordenamiento le imponga para proteger al acreedor que demanda

En otros términos, no solo ha de existir una conducta – acción u omisión – del administrador que haya causado un daño al acreedor social y la relación de causalidad entre conducta y daño sino que el daño ha de ser imputable subjetivamente al administrador demandado porque pueda afirmarse que, en la gestión de la sociedad, ha infringido un deber que el ordenamiento le impone para proteger el interés del acreedor. No basta, pues, una referencia genérica al incumplimiento por el administrador de sus deberes de diligencia y lealtad, deberes que el ordenamiento le impone sólo en interés de la sociedad y no de sus acreedores.

Naturalmente, cuando la sociedad se encuentra próxima a la insolvencia, toda la doctrina está de acuerdo en que el Ordenamiento obliga a los administradores a tener en cuenta los intereses de los acreedores de manera que si el administrador no procede a una liquidación ordenada o si procede a entregar cantidades o bienes a los socios antes de haber pagado todas las deudas sociales, habrá incurrido en infracción de sus deberes frente a los acreedores y, por tanto, podrá hacérsele responder frente a éstos de los daños generados por el incumplimiento de tales deberes. Los casos más difíciles son los de los daños que se imputan a una omisión del administrador. Pero, tras muchos años de bregar con responsabilidad por omisión, los penalistas ya nos han dado suficientes pistas: cuando pueda afirmarse que pesaba sobre el administrador un deber de garante (de evitar la producción del resultado dañoso) o cuando pueda afirmarse que contribuyó, con su omisión de la conducta debida a la producción del daño o cuando la omisión fue una forma de cometer dolosamente – incluido el dolo eventual – el ilícito dañoso, cabrá afirmar la responsabilidad del administrador. Pero todo eso hay que argumentarlo.

En la Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 21 de diciembre de 2012 

se confirma la del Juzgado que desestimó la demanda contra un administrador presentada por un acreedor de la sociedad cuyo crédito quedó insatisfecho precisamente porque, con independencia de que la gestión al frente de la sociedad fuera más o menos afortunada, no se probó que el administrador hubiera infringido deberes de cuidado que el ordenamiento le impusiera para proteger los intereses de los acreedores.
En el recurso de apelación, la apelante imputa al administrador demandado -abandonando la alegación de que las subvenciones no fueron destinadas al pago de la construcción del matadero- dos grupos de hechos: a) la mala planificación empresarial con asunción de grandes compromisos económicos para su construcción que no se podían pagar; b) las condiciones en que se realiza la venta del establecimiento. En la demanda, el reproche que se efectúa al demandado gira en torno a la venta de la nave y sólo de forma genérica se alude a la mala planificación empresarial hasta el punto de que al analizar los requisitos de la acción ejercitada se centra en la venta de la nave.
Vean como desestima la Audiencia el primer reproche:
En todo caso, las alusiones que a lo largo de los hechos de la demanda se efectúan -genéricamente- a la deficiente gestión y planificación empresarial, nunca se vinculan con el hecho de que la sociedad demandante fuera contratada a sabiendas o, al menos, siendo previsible que no se podrían pagar los compromisos asumidos por carecer de recursos para ello y en la medida en que ahora se reprocha tal conducta al demandado ésta integra una cuestión nueva que debe rechazarse de conformidad con el artículo 456.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil .
Si el demandante hubiera logrado probar tal cosa y, sobre todo, lo hubiera alegado en la demanda, el administrador podría haber sido condenado a indemnizar el daño sufrido por el acreedor. Pero obsérvese que el reproche legítimo no sería que el administrador hubiera gestionado la compañía de forma poco diligente (deber de diligencia en la gestión de asuntos sociales) sino una conducta dolosa en perjuicio del acreedor realizada personalmente por el administrador: contratarle para construir la nave a sabiendas de que no podría pagarle. Por tanto, se confirma que, como expusimos en nuestro trabajo al respecto, no basta con alegar que el administrador infringió sus deberes como tal, ya que esos deberes se imponen por el Derecho de Sociedades solo en interés de la sociedad. Al contrario, hay que justificar que el administrador ha infringido un deber frente a los acreedores. Obviamente, es contrario a la buena fe en la contratación – y se infringe, por tanto un deber específico frente al co-contratante – que el contratante – el administrador en nombre de la sociedad – celebre el contrato en nombre de la sociedad a sabiendas de que la sociedad no podrá cumplir las obligaciones que asume.

El segundo reproche se refiere a la venta del matadero que constituía el principal activo de la sociedad. La sociedad se encontraba al borde de la insolvencia y el matadero estaba hipotecado, de forma que era inminente el impago del préstamo hipotecario y, por tanto, la ejecución de la hipoteca. En tales circunstancias, el administrador vendió el matadero y, con el precio obtenido, logró pagar al banco, lo que evitó la ejecución. El Tribunal dice que falta el nexo causal entre la conducta de los administradores – venta del matadero – y el daño

Ahora bien, como expone la sentencia apelada, no se aprecia el necesario nexo causal directo entre la venta y el daño sufrido por la parte actora -que consiste en el impago de la deuda-, en tanto que la venta no es el origen de la situación de insolvencia que sufre la deudora sino consecuencia última de la misma. El nacimiento de la responsabilidad exigiría la prueba de que el daño derivado de la conducta antijurídica denunciada es un daño directo o primario al patrimonio del actor y no un daño reflejo o indirecto. Esto es, que de no haberse efectuado la venta por los administradores, la deuda habría sido satisfecha. Sin embargo, en el supuesto de autos aun cuando no se hubiera realizado la venta, el matadero se habría perdido como consecuencia de la ejecución hipotecaria a la que necesariamente estaba abocada la sociedad deudora ante su absoluta falta de liquidez para atender los vencimientos del préstamo hipotecario y sin que se haya acreditado que la deudora tuviera alguna alternativa viable ante su situación de insolvencia.


[1] Liability Standard Risks Stifling Spain, Wall St. Journal, 6 de junio de 2012

3 comentarios:

Miguel Iribarren dijo...

Interesante entrada. Yo estoy de acuerdo en que la responsabilidad externa de los administradores es excesiva, especialmente hacia los acreedores. Nos hemos pasado un poco. No tiene mucha justificación que, para proteger a los acreedores, convivan tres clases de responsabilidad de los administradores, como la individual (interpretada además tan extensivamente), la responsabilidad por las deudas sociales y la concursal.

En cambio, curiosamente la responsabilidad interna de los administradores (acción social) padece, en mi opinión, el defecto contrario. No funciona bien, seguramente porque no se ha tenido suficientemente en cuenta que el conflicto real no es administradores-sociedad sino casi siempre mayoría-minoría.

Feliz Año.

Juan Carlos Burguera dijo...

En un reciente seminario de derecho concursal, un magistrado de lo mercantil comentó (sin ocultar un cierto orgullo) que calificaba como culpables más del 90% de los concursos que llegaban a la fase de calificación. Previamente, un conocido administrador concursal, que está gestionando uno de los mayores concursos de empresas del sector alimentación, afirmó sin rubor que "los buenos empresarios no llegan al concurso". Se respira un ambiente de persecución al empresario que no va a favorecer en absoluto la mejora económica del país. Sobre todo teniendo en cuenta que ni jueces, ni administradores concursales, ni los abogados allí presentes somos los que creamos empleo en abundancia. ¿Que haríamos todos los presentes en el seminario si no existiesen empresarios? Ser administrador social se ha convertido en una profesión de muy alto riesgo. Va a ser difícil conseguir motivar emprendedores para que asuman los riesgos de crear y desarrollar una empresa.

Enhorabuena por el blog!

Simón dijo...

Combinémoslo con la absoluta imposibilidad (real, no teórica) de reducir plantillas sin la presencia de pérdidas en varios ejercicios, los enormes costes del despido individual, y la rigidez en la estructura de costes... y llegamos al manido #QISPM https://twitter.com/search?q=QISPM&src=typd

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