domingo, 15 de febrero de 2015

Los médicos del dinero

Sentir que estamos en buenas manos explica que paguemos lo que pagamos a los asesores financieros


¿Por qué seguimos fiándonos de los asesores financieros? ¿Por qué les pagamos si los resultados que nos proporcionan son peores que los que obtendríamos invirtiendo nuestro dinero, simplemente, en índices bursátiles? Es como si pagáramos a los médicos por unos resultados en términos de salud peores de los que obtendríamos automedicándonos. Los asesores financieros deben de darnos “algo más” que rentabilidad para que los sigamos contratando y pagándoles tan bien como les pagamos.

En este trabajo, los autores proponen una explicación psicológica:
“los inversores no saben nada de finanzas y se ponen demasiado nerviosos y angustiados como para hacer inversiones arriesgadas por cuenta propia, de manera que prefieren contratar a gestores y asesores para que les ayuden a tomar decisiones de inversión… la confianza en el asesor reduce el coste de utilidad que tiene para el inversor asumir riesgos al tiempo que reduce la percepción subjetiva del riesgo de la inversión”.
O sea que, como los confesores, los médicos y los abogados, la principal función social de los asesores es darnos “paz espiritual”, quitarnos problemas de la cabeza. Confiamos en los asesores financieros no sólo en el sentido de que no nos robarán sino en el sentido de que nos liberan de tener que tomar decisiones arriesgadas. Exactamente lo que pedimos a los médicos y a los abogados. En relación con estos últimos, siempre he tenido la impresión de que un buen abogado es el que libera al cliente de la tensión y ansiedad que resultan de sufrir un problema jurídico grave (¿pido el concurso o espero a ver si mejoran las cosas? ¿llego a un acuerdo con mi consocio o le demando? ¿pago o me arriesgo a que me demanden? ¿hago una declaración complementaria o me arriesgo a que Hacienda me pille? ¿acepto las condiciones que propone el vendedor o rompo la baraja?). No es seguro que las cosas salgan, finalmente, mejor por haber seguido el consejo del abogado. Pero el hecho de disponer de un asesor que aparece como honrado, experto y confiable genera “valor” para el cliente con independencia de cómo acabe el pleito: reduce su ansiedad. Y, naturalmente, estos buenos médicos o abogados no son ángeles y harán lo que crean que quiere el cliente si, a pesar de que no es lo que más les conviene, les permite cobrar buenas minutas y mantener la confianza del cliente.

La consecuencia para el mercado de los asesores financieros es la misma que para los asesores jurídicos o los médicos: la competencia entre asesores no hace bajar las minutas hasta igualarlas al coste de producir el servicio. Los abogados, los médicos y los asesores financieros, todos ellos cobran precios supracompetitivos porque venden productos “de fe”, es decir, productos que no son homogéneos (el asesoramiento de un abogado no es igual que el de otro abogado porque el valor del mismo depende de la confianza que el cliente deposite en él) y, por tanto, la competencia que se desarrolla en estos mercados es la que se conoce como “competencia monopolística”.

Los asesores financieros, en particular, cobran comisiones supracompetitivas pero “al mismo tiempo, permiten a los inversores asumir más riesgos, de manera que también los negocios más arriesgados obtienen financiación”. Es más, los estudios empíricos indican que los asesores cobran comisiones más altas cuando invierten en activos más arriesgados. Esto es contraintuitivo. Si el riesgo lo asume el inversor ¿por qué el asesor cobra más cuando invierte en activos más arriesgados?. Según los autores, esto significa que “parece que a los gestores de inversiones se les paga porque asuman riesgo” lo que sólo puede explicarse si introducimos la confianza en la ecuación. Del mismo modo, ¿por qué los inversores más asesorados tienen un volumen de transacciones mayor y suelen invertir en productos financieros cuyos vendedores tienen más incentivos para vender?

En sentido contrario, cuando los inversores tienen expectativas irracionales (“hay que invertir en compañías tecnológicas”), los asesores no corrigen éstas porque sus intereses les llevan, por el contrario, a reforzar la irracionalidad de los inversores ya que pueden cobrar más y más altas comisiones y a multiplicar las posibilidades de inversión (como hacen los fabricantes de marca con sus productos: diferenciarlos lo más posible para extraer de los consumidores una prima sobre el precio de mercado del mismo) aunque crean que esos activos – las acciones tecnológicas por ejemplo – están sobrevalorados.

La conclusión de los autores es que los gestores de inversiones tienen incentivos para “mimar” a los inversores en el sentido peyorativo de “darles la razón” aunque sepan que hacer lo que quieren los inversores no es lo que más les conviene, para mantener, de ese modo, su confianza. Igual que hacemos con los niños y los abogados o los médicos con sus clientes o pacientes: los profesionales que prestan servicios de confianza no pueden llevarle la contraria a sus clientes demasiado a menudo. Porque, aunque sea lo que tendrían que hacer, se arriesgan a perder la confianza del cliente. Los mercados funcionan, pero en algunos ámbitos lo hacen mejor que en otros y cuando los mercados que funcionan peor abarcan partes importantes de nuestras decisiones, los resultados no son buenos.

Nicola Gennaioli, Andrei Shleifer and Robert Vishny, Money Doctors, The Journal of Finance, vol XX, nº 1, febrero 2015

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