miércoles, 30 de marzo de 2016

Innovar o competir


Cezanne

Joan Subirats, un catedrático de Ciencia Política con el que suelo discrepar, hable de lo que hable, ha publicado una columna en su sección de EL PAIS – Cataluña, en la que aborda la cuestión de la innovación

Empieza el profesor de Barcelona diciendo que en la Economía de mercado, la lógica que preside su funcionamiento es la de la competencia por eficiencia de las propias prestaciones. Más precisamente, habría que decir que el mercado premia al que satisface una necesidad de los consumidores a menor coste. Esa es la función fundamental del proceso competitivo: descubrir quién puede producir un bien o servicio a menor coste que los rivales. En el caso de productos innovadores, por definición, el innovador es un monopolista ya que no hay nadie que tenga un producto en el mercado que sea un buen sustitutivo del que introduce el innovador. Los innovadores obtienen así, una posición temporal semejante a la de un monopolista y pueden cargar un precio superior al competitivo hasta que los demás empresarios existentes en el mercado reaccionan imitando la innovación o lanzando su propia innovación. Aquí hemos explicado con un poco más de detalle como funcionan los mercados competitivos en los que hay innovación (y no solo imitación).

Los innovadores pueden confiar en el sistema de patentes y de propiedad intelectual para asegurarse las rentas que genere su innovación. Pero, en general, los innovadores retienen una muy pequeña parte del valor que aportan con su innovación. Los consumidores reciben la mayor parte porque no todas las innovaciones son patentables, porque las patentes no son completas y porque, a menudo, la mejor forma de maximizar la apropiación del valor generado por la innovación consiste en fijar un precio más bajo que el que soportaría el mercado o recurrir al secreto empresarial para protegerse frente a la imitación. Además, existen barreras naturales a la imitación que protegen al innovador.

La “revolución tecnológica” no ha cambiado nada sustancial en este aspecto. Sí, en otros. Fundamentalmente en que las economías de escala (por el lado de la demanda – economías de red) han aumentado, de manera que la competencia “por el mercado” es el “juego” más frecuente en el ámbito de las innovaciones tecnológicas.

Muy en su concepción posmoderna y “no-económica”, Subirats atribuye a los innovadores una intención concreta:
“apropiarse del conocimiento y de la inventiva propia”,
(¿trata Subirats de confundirnos? ¿cómo se puede uno apropiar de algo que es suyo “la inventiva propia”?) ignorando que los mercados funcionan como funcionan porque las intenciones, deseos o temores de los partícipes son irrelevantes. En un mercado competitivo, todos son precioaceptantes y, por tanto, que tengan buenas o malas intenciones es irrelevante. Subirats se refiere a la cooperación entre competidores para lanzar nuevos productos:
Podríamos estar en el punto en que la innovación más potente provenga de espacios abiertos, que en vez de tratar de apropiarse del conocimiento y de la inventiva propia, vean más eficaz y eficiente colaborar con otros que están trabajando en ese mismo sector o tema. Colaborar sería más eficaz y rentable que competir. Si llegamos a la conclusión que cuanto más abierto sea un proceso de generación de valor, más valor generaremos, entonces el problema será quién acaba apropiándose de ello. Sería contradictorio propiciar procesos colectivos de generación de valor y no preocuparse por la captura privada y mercantilizada de los resultados.
Al hablar en estos términos, Subirats ignora cómo funcionan realmente los mercados competitivos. Como hemos explicado en otro lugar, siguiendo a Rubin y a otros muchos, la economía de mercado es el reino de la cooperación voluntaria. Tanto la producción de bienes como su intercambio – su distribución – se realiza mediante acuerdos voluntarios entre los individuos que participan en la producción y en el intercambio.

La Economía de Mercado es una economía colaborativa. La producción en común se organiza mediante la cooperación voluntaria entre los titulares de los factores que organizan la producción en común a través de la constitución de empresas y, para la distribución/consumo de los productos, se recurre a los intercambios voluntarios o intercambios de mercado. La función de la competencia en la economía de mercado es la de seleccionar a las contrapartes con las que se cooperará, bien en la producción en común (la empresa, esto es, ¿con quién voy a asociarme para producir los bienes o servicios que es el objeto de la empresa y cuyo destino es ser intercambiados en el mercado?), bien a las contrapartes con las que intercambiaré los bienes o servicios producidos (seducir a los consumidores o a los proveedores para que me compren o vendan mis/sus productos a mí en lugar de hacerlo a otro).

Quién se apropia de qué parte del excedente generado con la producción de bienes o servicios lo determina la existencia de un mercado competitivo (los precios del mercado) y los acuerdos explícitos que celebren entre sí los que producen en común o los que intercambian los productos producidos por las empresas. Si no hay monopolios ni graves fallos de mercado (y aún habiendo monopolios y fallos de mercado en la medida en que no existan elevadas barreras de entrada al mercado), lo que la “mano invisible” garantiza es que los consumidores recibirán tales excedentes y los productores una retribución suficiente para sus inversiones. Ese equilibrio es inevitable en el largo plazo y nunca está presente – no hay mercados perfectamente competitivos – en el corto plazo.

Continúa Subirats diciendo que ha habido innovaciones “buenas” y “malas”, clasificación que basa en si las innovaciones
“han supuesto la generación y asentamiento de prácticas colectivas de apropiación de valor, sino que en muchos casos han aparecido nuevos espacios de intermediación (modelo Silicon Valley; UBER, Airbnb) que logran extraer de manera privativa lo que otros ponen en común”
Esta afirmación es absurda. No hay “prácticas colectivas de apropiación de valor”. Es el innovador – la empresa innovadora – la que se apropia de todo el valor añadido que puede de su innovación y es el mercado competitivo (la posibilidad de otros de imitar o de contestar a la innovación) el que garantiza que los innovadores se apropian sólo de una pequeña parte del valor de su innovación. No en vano Buffet dice que invierte sólo en compañías que han demostrado su capacidad para resistir los ataques de la competencia porque tienen un “foso” ancho y profundo – barreras de entrada en los mercados en los que están presentes – que les permite ser más rentables que la media. Y por eso dice Thiel que “competition is for losers”.

Los innovadores que se hacen millonarios son los que crean una innovación de cuyo plusvalor pueden apropiarse en buena medida. Google es una buena empresa en este sentido porque, gracias a que su buscador se ha convertido en el estándar – pero sólo se ha convertido en el estándar porque es el mejor, a gran distancia, de los disponibles – ha podido convertirse en dominante en el mercado de la publicidad online o en el negocio del big data. Como ha explicado The Economist recientemente, es posible que los innovadores estén reteniendo una porción mayor que en el pasado del valor que aportan a la Sociedad y a los consumidores.

Pero, a mi juicio, sólo el sector financiero debe preocuparnos porque en el de los productos y servicios a los consumidores, podemos estar bastante seguros de que, en el largo plazo, no hay barreras de entrada significativas ni fallos de mercado que impidan que la “mano invisible” funcione como debe. En el sector financiero, sin embargo, plagado de juegos de “suma cero” donde las ganancias de unos son las pérdidas de otros, no podemos estar seguros de que las innovaciones generen bienestar social y que el que triunfa en el mercado sea el que aporta más valor.

Lo que dice, a continuación, Subirats me resulta incomprensible porque no entiendo a qué “nuevas oportunidades” se refiere:
Hoy, cuando las instituciones y administraciones públicas, desde el Ayuntamiento de Barcelona hasta la UE, pasando por la Generalitat, empiezan a querer intervenir, es el momento de empezar a discriminar y politizar (en el sentido de tener en cuenta quién gana y quién pierde en cada caso). Estableciendo pautas que permitan, en mi opinión, incrementar al máximo el beneficio colectivo, el valor común de las nuevas oportunidades, evitando al mismo tiempo la inseguridad jurídica que rodea a muchas de esas iniciativas y a las relaciones y obligaciones laborales y fiscales que comportan.
Desde Hayek, sabemos que, precisamente, recurrimos al mercado libre, a la pasión individual por “mejorar nuestra condición” (Smith/Hirschman) para descubrir esas “nuevas oportunidades” y que ningún sistema centralizado ha logrado en toda la Historia de la Humanidad sustituir o aproximarse, ni de lejos, a la eficacia de las pasiones individuales por mejorar la propia condición para generar innovaciones que mejoren la vida de todos los individuos. Esta es la mayor alabanza que puede dirigirse a la Economía de mercado: La competencia económica permite a todos vivir mejor y es "la mejor forma conocida hasta hoy de asegurar la solidaridad de todos los seres humanos” (Homann)

Y es poco plausible que podamos mejorar los resultados que proporcionan los mercados competitivos mediante la “intervención” de instituciones públicas plagadas de problemas de agencia, captura por parte de intereses privados y, sobre todo, dificultades para acceder a bajo coste a la información necesaria para adoptar las decisiones preferibles. Continúa Subirats refiriéndonos unas jornadas celebradas en Barcelona en las que se “constató”
la importancia en la ciudad del sector de economía colaborativa en su vertiente procomún (Guifi.net; Goteo…).
No aporta ningún dato empírico que justifique tal “importancia”. En la Economía de Barcelona, estamos seguros, tiene mucha más importancia el puerto o el aeropuerto que esas iniciativas cooperativas por no hablar de la industria hotelera o simplemente, de la abogacía. Subirats ni siquiera aborda correctamente lo que distingue estas empresas cooperativas de aquellas en las que los titulares residuales son los que aportan el capital de riesgo.
No es totalmente colaborativa toda la economía que aparente serlo, ni forzosamente es sin ánimo de lucro toda la economía colaborativa y procomún que va surgiendo. Los discriminantes son el tipo de gobernanza que utilizan (más cerrado y opaco unos, más transparente y participativo otros); el tipo de software y de gestión de los datos (propietario y cerrado unos, más libre y abierto otros); la gestión del conocimiento (cerrado unos, abierto otros); o la gestión del excedente (estrictamente privado unos, más responsable en términos sociales, de género y medioambientales, otros).La realidad es mucho menos binaria y más compleja, pero sí que es importante en momentos como los actuales de ebullición y riqueza de iniciativas, poder discutir de costes y beneficios, poder pensar políticas en un sentido u en otro, y no quedar atrapados por lógicas que aparentemente — solo aparentemente— nadie puede controlar.
Obsérvese que Subirats no nos proporciona criterios útiles para distinguir cuándo hay economía colaborativa “de la buena” y cuándo no. La referencia al “tipo de gobernanza” (“cerrado y opaco… transparente y participativo”) no es correcta. Lo relevante es quién es el titular residual de los beneficios que genera la innovación y si el que produce la innovación – la empresa innovadora – puede retener una mayor o menor porción del mayor valor generado en relación con los consumidores, como hemos expuesto en detalle aquí.

Tampoco tiene en cuenta Subirats que los incentivos de los innovadores son esenciales: Uber se ha convertido en una empresa de transporte, en lugar de limitarse a ser una empresa de software, porque ha comprendido – acertada o equivocadamente – que puede apoderarse de una parte mayor del valor generado por su innovación – el software – si controla todo el proceso de distribución de su innovación incluyendo, naturalmente, la prestación del servicio de transporte por parte de los conductores. En fin, … lo característico de los mercados es que “nadie puede controlar(los)” salvo los políticos y los monopolistas.

Nunca entenderé por qué los posmodernos desconfían tanto de los mercados y confían tanto en los monopolistas, especialmente, cuando éstos son políticos cuyo control por parte de los ciudadanos es mucho más costoso y menos eficaz que el control de los monopolistas por parte de los consumidores.

Lo que resulta más preocupante es que, sin añadir ningún argumento ni dato respecto a quién se apropia y en qué proporción del mayor valor aportado por Nespresso a los consumidores de café o por Amazon a los compradores de libros o por AirBnb o Trypadvisor a los turistas y viajeros (todas ellas empresas capitalistas) el profesor de Barcelona concluye que las jornadas
…sirvieron para constatar la necesidad de aprovechar esa dinámica emergente para cambiar las políticas, propiciando lógicas de producción y desarrollo económico que eviten los graves problemas de desigualdad y de precarización generalizada que afectan a la economía convencional y competitiva. Y ahí el papel de las administraciones públicas debe ser clave, ya que pueden ayudar a que se enraícen y consoliden territorialmente esas iniciativas, generando círculos virtuosos entre inversión pública en innovación y retornos sociales y económicos localmente resilientes.
Como tantas otras veces con Subirats, tampoco en esta ocasión entendemos lo que significan esas palabras. Implican que debemos aceptar que el alcalde de la Coruña está en mejores condiciones que Google para proporcionarnos acceso a internet a todos a precios ridículamente bajos o que Ada Colau está en mejores condiciones que Siemens para proporcionar a las familias la próxima lavadora que no gaste agua ni detergente y muy poca electricidad para lavar la ropa. Es implausible que los políticos tengan los incentivos y la información necesarios para generar innovaciones de cualquier clase, no digamos ya, innovaciones que resuelvan los problemas de la desigualdad y apropiación privada del plusvalor generado por ellas que generan los mercados competitivos. Subirats, como todos los posmodernos, apela a la fe del convencido y al entusiasmo del que no sabe nada pero “quiere creer” que un mundo feliz es posible. La base de todos los populismos.

Los populistas no quieren creer que la vida de todos mejora en un entorno competitivo aunque las “recompensas” que reciben los innovadores sean enormes. Que lo que debe preocuparnos es, precisamente, que no sean los ganadores provisionales en los mercados competitivos los que se lleven esas recompensas, sino los capturadores de rentas que se aproximan a los políticos para que éstos las creen en primer lugar y las repartan, a continuación, entre sus votantes o entre los que financian sus campañas.

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