jueves, 10 de marzo de 2016

Los límites de la autonomía privada y la calificación de las relaciones jurídicas

Hay muchas relaciones en la vida social en las que autorizamos a otras personas a ponerse en nuestro lugar, a actuar como si fuéramos nosotros. Ampliamos así nuestra autonomía, es decir, nuestra capacidad de actuación como individuos. Smith, sin embargo, trata de “sacar” del contrato las relaciones fiduciarias como las que ligan a los administradores sociales con las sociedades que gestionan y, a nuestro juicio, no es necesario. No hay duda que el establecimiento de la “relación de administración” entre un administrador y una sociedad anónima o limitada es contractual. Pero Smith se refiere a que el contenido de la relación – lo que los juristas continentales llamamos la “relación orgánica” – no es contractual, sino “estatutario” o determinado por la Ley. Los juristas continentales recurren, para marcar esa diferencia, a la idea de “institución”. El matrimonio, por ejemplo, tiene un origen contractual – cuando se celebra – pero es una institución en cuanto que las relaciones entre los cónyuges vienen determinadas por la Ley.

Cuando los juristas pasan del “contrato” a la “institución”, en realidad, lo que están diciendo es que para obtener las economías transaccionales que justifican la existencia del Derecho, las partes no negocian los términos de su relación individualmente sino por referencia a las reglas que rigen ese tipo de relaciones en la Sociedad en la que viven. Como esas relaciones se repiten y tienen una gran importancia en la articulación de la cooperación social, es lógico que se hayan desarrollado normas – por ejemplo, las que regulan los derechos y deberes de los cónyuges en el caso del matrimonio – que forman parte de cualquier “contrato de matrimonio” que se celebre bajo su vigencia. La autonomía privada no permite a los cónyuges organizar sus relaciones como les pete. O sí, pero, en tal caso, no llamamos matrimonio al vínculo que les une. Cuando el Derecho define imperativamente los términos de una relación entre dos individuos, y lo hace de forma suficientemente completa, usar el término institución permite expresar adecuadamente las diferencias entre esa relación y cualquier relación contractual.

El caso de la soberanía de la asociaciones es un buen ejemplo. La libertad contractual no incluye el derecho de los particulares a calificar jurídicamente su relación como les venga en gana. Los jueces dicen, todos los días, que “los contratos son lo que son y no lo que las partes digan que son”, y dicen bien porque esa expresión no es mas que una extensión de la regla contenida en el brocardo latino protestatio facto contraria non valet aplicable, en principio, sólo a la interpretación de las declaraciones de voluntad.

 

Las partes de un contrato no pueden querer y no querer celebrar un contrato de sociedad o establecer una relación fiduciaria

O, dicho de otra forma, la autonomía privada no incluye la posibilidad de excluir la aplicación de las normas imperativas aplicables a una relación a través del expediente de calificar la relación como les venga en gana. Smith lo dice espléndidamente

“Es frecuente que, en relaciones comerciales, las partes de un contrato digan expresamente que no tienen intención de que el contrato que celebran suponga la constitución de una sociedad entre ellos. Lo hacen porque no quieren preocuparse por la eventualidad de resultar responsables – los socios – frente a terceros contractual o extracontractualmente. Pero estas <<cláusulas de no-sociedad>> carecen de significado. La cuestión es si la relación entre las partes encaja en la definición que la ley da de un contrato de sociedad. Las partes pueden decidir libremente si quieren constituir una sociedad, pero no pueden decidir los que es una sociedad. Las relaciones fiduciarias son exactamente igual”.

Naturalmente, Smith tiene razón en que no todas las relaciones fiduciarias tienen su origen en un contrato. La patria potestad, por ejemplo, y la necesidad de que los titulares de la patria potestad actúen anteponiendo el “interés del menor” a cualquier otro interés no tiene un origen contractual, obviamente. O la relación entre el albacea y los herederos. Y también tiene razón en que el contenido de una relación fiduciaria (cómo ha de comportarse el fiduciario) es semejante con independencia del hecho o acto que ha generado la relación fiduciaria. Lo que afirma Smith – recordando la famosa distinción de Henry Maine - es que la posición de fiduciario es semejante al de “español” o “menor de edad”, “incapaz”, “quebrado”, “persona jurídica” o “funcionario público”.

“Lo que es importante… es que uno no puede ostentar simultáneamente dos estatutos contradictorios: uno no puede ser menor y mayor de edad, concursado y no concursado o nacional español y no nacional español, capaz e incapaz simultáneamente”

Pero eso no significa – continúa Smith – que la posición de fiduciario sea un estatus (y, por tanto, que el Derecho de las relaciones fiduciarias pertenezca al Derecho de la Persona y no al Derecho de las Obligaciones). La posición de fiduciario (los deberes y poderes que un fiduciario ostenta) surgen de una relación jurídica. Cuando una persona cumple el supuesto de hecho de la norma, se le asignan los poderes y los deberes correspondientes al fiduciario. Y la norma es aplicable, no a los individuos por sus características personales sino a los individuos que entablan una relación con otra persona, relación que puede tener su origen en un contrato o en un acto o hecho jurídico. Y las relaciones jurídicas pueden surgir de un contrato o de una acción u omisión. Las que surgen de un contrato son obvias, las que surgen de una acción u omisión son menos. Tener un hijo – un hecho – te convierte en titular de la patria potestad. Ser nombrado tutor por un juez, te da autoridad sobre el patrimonio del pupilo. Aceptar el nombramiento como administrador de una sociedad te convierte en fiduciario de los socios en su conjunto. Menos obvio es, por ejemplo, que recibir un pago por error te “obliga” a conservar el dinero como si fuera tuyo hasta que te lo reclame o que encontrarte un objeto perdido no te hace propietario del mismo y te obliga a entregarlo en la oficina correspondiente (aunque tengas derecho a un “premio”).

En realidad, lo que afirman los que ven los deberes de un fiduciario como contractuales es que su origen es voluntario. Pero ni siquiera, así reducida, la apreciación es correcta. Piénsese en la obligación de alimentos a favor de los parientes en cuya concepción nada tiene que ver el obligado. Lo más que podría decirse es, de forma semejante a la doctrina de la actio libera in causa, que el ordenamiento no impone deberes a nadie si no hay, en algún momento, una acción voluntaria (v., art. 1902 CC) conectada de alguna forma a la persona respecto de la que surgen los deberes. Pero esto es decir muy poco.

Para un jurista continental, sorprende que Smith tenga que hacer tal esfuerzo argumentativo. Una vez más, la muy superior construcción teórica del civil law respecto del common law se refleja en la discusión de un problema jurídico.

Smith, Lionel, Contract, Consent, and Fiduciary Relationships (January 3, 2016). P. Miller and A. Gold, eds., Contract, Status, and Fiduciary Law, Oxford, O.U.P., 2016

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