miércoles, 1 de marzo de 2017

Los conflictos de interés desde las Ciencias Sociales

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El estudio de los conflictos de interés parecería, a primera vista, un cortijo reservado a los juristas. Obvia y afortunadamente no es así. En las últimas décadas, prácticamente todas las ciencias sociales los analizan, lo que ha contribuido a ayudar a los juristas a mejorar su tratamiento en las normas, en los contratos y organizaciones y en las decisiones de los tribunales aunque, lamentablemente, los juristas no se dejan ayudar fácilmente. En esta página se recoge el trabajo de los científicos sociales al respecto. Y en el blog hemos recogido muchas de las aportaciones de los demás científicos sociales a aspectos muy diferentes como la toma de decisiones, a la validez de los testamentos,  

Cuando un empleado de un banco ha de aconsejar a sus clientes la compra de participaciones de un determinado fondo de inversión o de unas acciones o le indica qué tipo de préstamo es el que más le conviene, el ordenamiento le exige – deber de lealtad – que no se comporte como un vendedor – caveat emptor – sino que lo haga como un fiduciario, es decir, como alguien que toma su decisión – da su consejo – en el mejor interés de la persona que lo recibe (altruistamente). La gente no quiere información, quiere buenos consejos, nos hemos hartado de repetir. Buena parte de los daños causados por la crisis financiera se han debido a los conflictos de interés que padecían los empleados de empresas financieras que asesoraban a los clientes anteponiendo el interés de su entidad sobre el interés del cliente. Cendoj está lleno de sentencias en los que los tribunales han reprochado, una y otra vez, a las entidades financieras (es mucho más difícil que nos aconsejen mal respecto de los productos de consumo ordinario, simplemente porque somos expertos y no necesitamos del consejo de nadie y sospechamos, automáticamente, del vendedor) haber “vendido” a sus clientes productos inadecuados para el perfil de riesgo del consumidor o simplemente, “malos” productos que el dueño de un supermercado no osaría jamás poner en sus estantes. Y, cuando lo hacen, no es porque sean malvados. Es porque sufren conflictos de interés.

Los conflictos descritos aparecen en el ámbito de las actividades de asesoramiento o consejo. El otro gran ámbito donde el adecuado tratamiento de los conflictos de interés es crucial es en el Derecho de las organizaciones, en el Derecho de Sociedades. En este ámbito, los conflictos de interés son el núcleo de la regulación de los deberes de los administradores sociales (y, cuantitativa y cualitativamente de menor importancia, en la regulación de los deberes de los socios). El administrador siente la “llamada de la naturaleza” para hacer prevalecer su propio interés sobre el de aquellos cuyo patrimonio maneja.

El Derecho de sociedades le lleva ventaja al Derecho de los contratos en esta materia. Porque es de la esencia del contrato de sociedad que unos se pongan “en manos” de otros o que unos digan a otros “juega por mí”, de manera que no es posible entender el Derecho de sociedades sin entender y saber cómo se tratan los conflictos de interés. En el ámbito de los contratos, sin embargo, el tratamiento de los conflictos de interés se ha hecho esperar mucho porque, en un mercado competitivo, no hay problemas de conflictos de interés. Cada contratante vela por el suyo y el Derecho recuerda a todos que esa es la regla de conducta: caveat emptor, Augen auf, Kauf ist Kauf, ius est vigilantibus.

Es obvio por qué son tan difíciles de erradicar los conflictos de interés: el que toma decisiones que afectan al patrimonio de otros (los administradores, los gestores) tiene la tentación de enriquecerse a costa de esos patrimonios y está en condiciones de hacerlo porque los titulares de esos patrimonios no tienen la información y, a menudo, la posibilidad de vigilar perfectamente lo que hacen o, lo que es lo mismo, la vigilancia es muy costosa.

Señalan los autores de la página de la que nos hacemos eco que es un problema difícil el de dar un tratamiento adecuado a a los conflictos de interés. Las razones de esta dificultad, nos dicen, estriban en que 

gran parte del problema de los conflictos de interés no es la malicia de los afectados, sino el sesgo no intencional. La existencia de sesgos en la toma de decisiones está generalizada y es un problema incluso para profesionales bien intencionados (Cain & Detsky de 2008 ; Moore, Tanlu, y Bazerman de 2010 ). El razonamiento humano se pone fácilmente al servicio de los propios intereses. Por ejemplo, y como cuestión general, siempre que una persona puede obtener una recompensa por recomendar un curso de acción particular, es más probable que recomiende tal acción, aunque crea honesta pero incorrectamente que ha actuado de manera objetiva.

Y añaden que estos sesgos explican por qué revelar su existencia al beneficiario de nuestra gestión no resuelve el problema:

… los estudios al respecto indican que revelar la existencia de conflictos de interés sirve de muy poco. Años de investigación sobre el " sesgo de anclaje " ( Tversky y Kahneman, 1974 ) sugieren que una vez que se da un mal consejo, es difícil evitar que influya sobre la decisión. Es más, revelar la existencia del conflicto de interés puede ser incluso contraproducente y empeorar las cosas. Por ejemplo, revelar la existencia del conflicto puede hacer que los asesores se sientan liberados para dar peores consejos o recomendaciones (es decir, para sesgar aún más su opinión) porque pueden contentarse con señalar que advirtieron del conflicto al asesorado ( Caín, Loewenstein, y Moore, 2011 ).

Además, la transparencia puede incrementar los incentivos del asesor para perseguir descarnadamente su propio interés una vez que éste ha devenido de común conocimiento con el beneficiario del asesoramiento ( Sah, Loewenstein, y Cain, 2013 ).

En el ámbito financiero, la probabilidad de estas conductas por parte de los asesores es todavía mayor por la asimetría informativa que padecen los clientes en relación con los productos financieros y, en particular, porque los individuos no tienen preferencias idiosincráticas en relación con esos productos ni forma de comprobar de forma inmediata si el producto se corresponde con sus preferencias, lo que hace que no puedan tomar con facilidad las decisiones que maximizan su utilidad, decisiones que son fáciles en el caso de la adquisición de productos de consumo. De ahí que los mercados no funcionen bien en relación con esos productos y que sea muy relevante el asesoramiento. La gente no quiere información, quiere buenos consejos para poder tomar buenas decisiones.

Se preguntan los autores por la popularidad de estas medidas de información ante tan magros resultados.

Nuestra impresión es que, por un lado, las medidas legales de transparencia y de producción de información son, a menudo, producto de una captura del regulador por parte de los que están en el lado de la oferta. El “trato” al que llegan con los políticos es que se les permita vender su mercancía peligrosa porque revelan que es peligrosa cuando, a menudo, lo mejor que se puede hacer con las mercancías peligrosas es, simplemente, prohibir su producción y distribución. En otro lugar hemos explicado, por ejemplo, que los beneficios sociales del crédito al consumo – fuera de la financiación de adquisiciones de bienes de consumo duraderos o de la vivienda habitual – son muy escasos en comparación con los enormes costes sociales del sobreendeudamiento de los consumidores. Y en otro, hemos explicado las enormes externalidades que genera la comercialización – la introducción en el mercado – de determinados bienes como los órganos humanos o la gestación subrogada. Estos riesgos, en ambos casos, deberían conducir a restringir severamente la utilización de los mecanismos de mercado en esos ámbitos.

Por otro, que las herramientas del legislador frente a los conflictos de interés van mucho más allá de la imposición de deberes de información. Así, no se recurre a la revelación del conflicto de interés y a normas de transparencia para resolver los conflictos de interés más agudos, esto es, los que padecen los que ocupan una posición fiduciaria  y soportan, por tanto, un deber de lealtad. Los fiduciarios que sufran un conflicto de interés no sólo han de revelarlo, sino que han de abstenerse de actuar salvo dispensa concreta e informada por parte del principal. De ahí que las legislaciones más modernas no sólo obliguen a revelar los conflictos de interés sino que prohíben al que lo sufre simplemente recomendar el producto al cliente (test de idoneidad y conveniencia en el caso de productos financieros).

En definitiva, una vez más, se observa cómo el Derecho dispone de un instrumentario amplio y adaptado a la riqueza de las relaciones sociales para enfrentar las peculiaridades del comportamiento humano. No sólo la presunción de racionalidad.

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