viernes, 19 de mayo de 2017

Nemo iudex y conflictos de interés

Allard Schages, Casares

Allard Schages, Casares

En Derecho Privado el principio según el cual nadie puede ser juez en su propia causa (nemo debet esse iudex in propria causa) tiene una importancia limitada pero grande. En Derecho Público, nos dice Vermeulen, ninguna. Para empezar, no debe aplicarse al legislador. Ni a las agencias independientes que, precisamente por ser independientes pueden decidir en asuntos que afectan a la propia agencia, tales como fijar el sueldo de sus empleados.

En realidad, aplicado a organizaciones o instituciones, pierde mucho de su sentido ya que entra en contradicción con el principio de competencia – el órgano es competente para decidir sobre algo – y el principio de autonomía en sentido de capacidad para dictarse sus propias reglas. Cuando lo hace, la organización no está actuando como “juez en su propia causa”, sino ejerciendo el derecho de autonormación o el de autonomía, simplemente. Si “se asigna la competencia para tomar una decisión a otra institución distinta de la que se ve afectada por dicha decisión, se crea el riesgo de que esta segunda institución utilice esta palanca para controlar la primera”, de manera que no pueda decirse ya que la primera es autónoma y, en consecuencia, se distorsione la distribución de poderes y competencia en todo el sistema. En este sentido, una aplicación extensiva de la regla nemo iudex puede acabar en un sistema gobernado por los jueces.

Piénsese en uno de los casos más famosos de la historia del Derecho inglés (Dr. Bonham)
Los hechos del caso se referían a un conflicto de intereses institucional, en el cual un Colegio de Médicos afirmó su competencia para sancionar o encarcelar a médicos que practicaban la medicina sin la correspondiente licencia. La invocación por Coke de la regla nemo iudex se basaba en que si se reconocía tal competencia al colegio de médicos, los miembros de éste se convertirían en "jueces, ministros y partes” simultáneamente.
Comienza Vermeule diciendo que disponer de un tercero imparcial a bajo coste para que resuelva un conflicto entre dos es una bendición no siempre disponible. Y pone el ejemplo de los torneos de tenis entre aficionados en los que es la convención que, durante las fases eliminatorias, no hay árbitro para decidir qué pelotas han entrado y cuáles no. Solo en la fase final del torneo hay un árbitro. Eso quiere decir que los jugadores son “jueces en su propia causa”, simplemente porque poner a un árbitro no soporta un juicio coste-beneficio. Y es que, en efecto, como cada uno de los jugadores decide sobre las bolas en su campo, y es de imaginar que le importe algo su reputación de fair player, los beneficios de que sea un tercero el que decida en lugar de ser los propios jugadores son pequeños, de manera que cualquier árbitro que no sea “gratis”, no merecerá su designación. Citando a Elster, dice Vermeule que podemos ignorar el principio nemo iudex cuando los arreglos (usos, convenciones, contratos) “mimick impartiality” – el objetivo del principio nemo iudex – lo suficiente.

O cuando la mayor imparcialidad se logra a costa de sacrificar expertise. El que decide puede ser imparcial pero no tiene ni idea de los aspectos técnicos de la decisión. Si éstos son relevantes, una aplicación estricta del nemo iudex genera pérdidas de bienestar social en términos de calidad de las decisiones. A lo que se añade, a menudo, que el grupo de posibles iudices no es demasiado grande como para permitir la existencia de individuos que carezcan de relaciones estrechas con los afectados por el conflicto. Eso lleva a no considerar conflictuados, por ejemplo, a los profesores universitarios que forman parte de tribunales porque tengan relación académica con alguno de los profesores evaluados por esos tribunales. Como dijo aquel banquero de inversión, todos sufren conflictos de interés.

Los otros criterios que limitan la aplicación del nemo iudex que propone Vermeule afectan más al Derecho Público (piénsese en la capacidad sancionadora de la Administración Pública nacional y europea: es la propia Administración la que instruye y la que decide sobre la sanción aunque se separen los funcionarios que instruyen y los que deciden y esté prevista, necesariamente, una revisión judicial completa por parte de los tribunales de justicia de la decisión. Si salimos del Derecho Sancionador, sin embargo, la vigencia del nemo iudex, aplicado a organismos e instituciones se debilita aún más ya que la revisión judicial de los actos administrativos no tiene por qué ser completa).

A menudo, la regla nemo iudex entra en contradicción con el deber de actuar de un individuo o una organización. Es decir – recuerda Vermeule – en muchos entornos es preferible que alguien que sufre un sesgo actúe, aunque su conducta pueda verse indebidamente influida, a que no lo haga y se paralice la institución “una acción sesgada no es necesariamente una acción indeseable desde el punto de vista del bienestar social”.

En el ámbito del Derecho Privado, dado que los particulares ejercitan sus propios derechos y son sujetos de decisión autónomos, el valor de las decisiones no depende de su contenido ni de la motivación de los actores, de manera que, también desde esta perspectiva, la aplicación de la regla nemo iudex está menos justificada. Los particulares son los jueces de sus propios actos en el sentido de que son autónomos y no necesitan motivar o justificar sus decisiones (stat pro ratione, voluntas).

De forma que, en el ámbito del Derecho privado, el principo nemo iudex encuentra un ámbito de aplicación muy importante pero muy estrecho. La razón la sugiere Vermeule cuando habla de la “mano invisible” que eliminaría la capacidad de los individuos autointeresados para dañar al bienestar general por el hecho de tomar decisiones y actuar en situaciones que podrían quedar abarcadas por el principio del nemo iudex. En el ámbito del Derecho Privado, las conductas de los individuos están coordinadas a través de contratos y organizaciones y, en la medida en que las restricciones a los propios derechos son producto del consentimiento, no hay mucho espacio para aplicar una regla que dice que uno no puede tomar las decisiones que más le convienen.

Los contados casos de Derecho Privado que pueden considerarse concreciones de la prohibición nemo iudex son los que se refieren a los conflictos de intereses (de los socios y administradores de sociedades con el interés social) y, en general, de los que ocupan posiciones fiduciarias con el fiduciario y a los procedimientos de la liquidación de patrimonios (herencias, liquidadores de sociedades, administradores concursales). En estos dos grupos de casos, lo específico es que el contrato cuya ejecución o liquidación genera el conflicto no previó expresamente cómo debían comportarse las partes en esa circunstancias.

Piénsese, por ejemplo en el art. 190.1 LSC que priva del derecho de voto al socio
“cuando se trate de adoptar un acuerdo que tenga por objeto a) autorizarle a transmitir acciones o participaciones sujetas a una restricción legal o estatutaria, b) excluirle de la sociedad, c) liberarle de una obligación o concederle un derecho, d) facilitarle cualquier tipo de asistencia financiera, incluida la prestación de garantías a su favor o e) dispensarle de las obligaciones derivadas del deber de lealtad conforme a lo previsto en el artículo 230”
Es obvio que los socios, por unanimidad, podrían derogar la regla y permitir votar al socio en cualquiera de estos casos. Esta posibilidad de configuración estatutaria se refuerza si se tiene en cuenta que esta prohibición de voto no se aplica a la sociedad anónima (art. 190.1  II LSC) y, sobre todo, si se tiene en cuenta lo que se ha expuesto sobre el “valor” del nemo iudex. La prohibición de votar en relación con la autorización para transmitir sus acciones o excluirle de la sociedad trata de asegurar que la decisión social correspondiente se orientará al interés social, interés que parece en contradicción con el interés del socio afectado. El socio sería, pues, “juez en su propia causa”.

Pero, en la ponderación entre ambos intereses, no está escrito que deba prevalecer el primero sobre el segundo en todo caso y no está escrito que participar en la decisión deba equipararse a ser juez en la propia causa. En cuanto a lo primero porque los intereses en conflicto son intereses – ambos – privados, de manera que es preciso, con carácter previo, ordenar jerárquicamente los intereses que entran en conflicto.

En el caso del art. 190 LSC son el interés del socio – a transmitir, a no ser excluido de la sociedad – y el interés social – a no ver alteradas las personas de los socios que se eligieron recíprocamente para serlo o el interés de la sociedad a acabar con las perturbaciones de la vida societaria que provoca la presencia de un socio determinado –. En la medida en que son los propios socios los que han de decidir al respecto (esto es, han de decidir si la entrada del nuevo socio o si la salida del socio excluido servirá al interés social), no se ve por qué no ha de poder participar en la decisión el socio afectado.

Obsérvese, además, que no es lo mismo participar en la decisión que tomar la decisión. El socio afectado tiene derecho a participar, aunque su voto esté sesgado, porque su interés se ve afectado por la decisión y él no es el el que toma la decisión, es el grupo. De ahí que, aunque se prohíba el voto, deba jugar la regla de la resistencia y considerar válido el acuerdo de autorización o exclusión aunque participe en él el socio afectado si el voto de éste no resultara decisivo para el acuerdo.

Así pues, la aplicación estricta de la prohibición de voto está justificada. La prohibición de votar al socio incurso en conflicto de interés es una medida muy adecuada en sociedades en las que las decisiones se toman por cabezas, es decir, en las que un hombre representa un voto, porque en ellas, la no participación del afectado no influye, normalmente, en la formación de la voluntad social y, en la función del voto como agregador de preferencias, elimina una preferencia individual que se supone espuria. Sin embargo, resulta muy perturbadora en las sociedades capitalistas en las que una sola persona puede ostentar la mayoría de los derechos de voto. En tales circunstancias, privar al socio del derecho a votar porque esté incurso en conflicto de intereses es una medida desproporcionada que no tiene en cuenta que, cuando el socio vota, está actuando, en general, por sus propios intereses. En otros términos, impedir votar en caso de conflicto de intereses implica “mayorizar” a la minoría sin que haya ninguna garantía de que los demás socios sean necesariamente neutrales o desinteresados, es decir, que sus preferencias no sean igualmente espurias (SAP Madrid 12-II-2010; SAP Madrid 24-VI-2011). Si las relaciones entre los socios no son excelentes (y si lo son, da igual que el socio afectado vote o no vote) los socios que sí votan tienen incentivos para emitir su voto con el objetivo, no de perseguir el interés social, sino de perjudicar al socio afectado por la prohibición de votar.

La prohibición de voto provoca insolubles dificultades de aplicación en sociedades de dos socios con el capital dividido al 50% v., Auto AP Madrid 1-VI-2012 en relación con un acuerdo de exclusión de un socio y ejercicio de la acción social de responsabilidad contra él. Respecto de la dispensa de la prohibición de competencia del administrador, v., SAP Madrid 14-VII-2011.

En los casos más grotescos, un socio de una sociedad limitada que ostente el 99% del capital no puede votar en la decisión sobre si se le autoriza a vender su participación a un tercero, con lo que el socio que ostenta el 1% obtiene un auténtico derecho de veto al respecto, y, lógicamente, todos los incentivos para chantajear al mayoritario haciéndose comprar el voto favorable a la transmisión. De forma que la aplicación indiferenciada de la prohibición de voto puede acabar perjudicando a aquellos a los que pretende proteger. Para evitar que cualquiera de los accionistas minoritarios obtenga una ventaja particular consistente en los side payments que tenga que hacer el socio mayoritario para que el minoritario le permita hacer de su capa un sayo. Es decir, el riesgo de hold up es el más relevante, no solo porque puede impedir que se adopten medidas beneficiosas para el interés social, sino porque puede fomentar, precisamente, la adopción de medidas perjudiciales para el interés social y beneficiosas para el socio mayoritario con la única condición de que éste se avenga a repartir parte de esas ganancias obtenidas a costa de los demás socios con el socio minoritario extorsionador).

Vermeule, Adrian, Contra 'Nemo Iudex in Sua Causa' (October 27, 2011)

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