jueves, 21 de diciembre de 2017

El precepto clave para elaborar la doctrina sobre la eficacia entre los particulares de los derechos fundamentales es el art. 10.1 de la Constitución

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foto: @thefromthetree

“Como tuve oportunidad de razonar hace ya algunos años, la empresa que es el locus en el que se pretenden ejercer los derechos fundamentales del trabajador, genera una situación de poder, si por tal se entiende, en un sentido primario y naturalista, una fuerza que actúa de modo causal  que expresa el sometimiento real de unos hombres sobre otros (sic), obligados a realizar una determinada conducta. En la conformación social que conocemos, los poderes del empresario – o, si se prefiere, la empresa en cuanto poder privado – constituyen una real amenaza para los derechos de la persona del trabajador. Y ello no por considerar tales poderes como intrínsecamente u ontológicamente insidiosos o perversos, sino, más sencillamente, por cuanto la lógica empresarial (sus principios económicos y sus valores normativos) actúa naturaliter como freno a la expresión de aquellos derechos, comprometiendo su desarrollo”

Dan ganas de poner un emoticón en el que aparezca una carita llorando de risa si no fuera porque el autor de este párrafo es un catedrático de Derecho del Trabajo y, en la actualidad, magistrado del Tribunal Constitucional. ¿Qué clase de poder es ese del que el presuntamente sometido puede librarse unilateralmente sin más esfuerzo que el de no aparecer por el lugar de trabajo? ¿Qué clase de poder es ese que el que lo detenta carece de cualquier capacidad de coerción? (nemo ad factum cogi potest) y ha de recurrir, en su caso, a los instrumentos jurídicos de los que dispone cualquier otro contratante para reaccionar frente al incumplimiento de su contraparte? ¿Está pensando este ilustre laboralista en la época de la servidumbre o de la esclavitud en la que el señor podía castigar corporalmente e impedir físicamente al siervo o al esclavo abandonar las tierras en las que trabajaba y el Estado ponía a disposición del señor a la policía para hacer cumplir al siervo sus obligaciones? ¿De qué modo puede un empleador, en España o en cualquier país civilizado obligar al trabajador a hacer algo que el trabajador no quiera hacer?


La protección de los trabajadores se basa en una idea mucho menos imperial que la que los laboralistas gustan de usar. Son contratantes “débiles” y el trabajo es su principal fuente de ingresos, lo que exige, caso por caso y situación por situación, que el Derecho le auxilie en la negociación del contrato y en su cumplimiento.

“Pero la asimétrica situación de poder contractual que cruza la relación laboral no sólo ha servido para desactivar el fuste teórico del dogma de la autonomía de la voluntad. También ha colaborado… en la reconstrucción de la… dogmática de los derechos fundamentales… (al añadir a su consideración como derechos subjetivos)… una segunda dimensión de carácter objetivo, que les (sic) convierte en elementos esenciales del ordenamiento jurídico en su conjunto… que.. se expresa… en un deber positivo (para el Estado)… en la adopción de… medidas positivas encaminadas a promover y facilitar de manera real y efectiva su disfrute, combatiendo y contrarrestando el déficit de derechos fundamentales… en la sociedad, comprometiéndose… con la realización y tutela de los derechos fundamentales… (además)… dejan de ser entendidos como derechos oponibles solamente frente a los poderes públicos para irrumpir en las relaciones privadas”

De manera que, según Valdes Dal Re, la eficacia horizontal de los derechos fundamentales

“ha madurado… al calor del principio del iusrealismo contractual (sic) que impregna todas las secuencias vitales (sic) de la relación laboral, apreciable, en lo esencial, (sic) en la radical asimetría de poder entre empresario y trabajador”

Eso sí, se trata de un “proceso in itinere” (sic). Téngase por repetido el emoticón.

A continuación expone de forma incompleta y errónea las tesis dominantes sobre la eficacia horizontal de los derechos fundamentales. Nadie niega que los derechos fundamentales tengan algún tipo de vigencia en las relaciones entre particulares. Las dos tesis (eficacia inmediata y mediata) están desacreditadas y la de Schwabe no ha tenido influencia alguna. El único “juego en la ciudad” que ha expuesto una doctrina dogmática general para explicar dicha eficacia es la que, partiendo de que los derechos fundamentales se dirigen a los poderes públicos, les prohíben, por un lado, interferir en la esfera jurídica de un particular (Abwehrrechte) y, por otro, obligan a los poderes públicos a intervenir en las relaciones sociales garantizando la protección de los derechos de un individuo frente a su lesión por parte de otros individuos (Schutzgebote). La discusión se centra en si los jueces han de cumplir con ese mandato de protección cuando examinan un conflicto entre dos particulares aún cuando el legislador no haya cumplido, o lo haya hecho defectuosamente, con el mandato de protección ínsito en la proclamación del derecho fundamental. Valdés se equivoca, nuevamente, cuando afirma que

“deferir a la interpositio legislatoris el reconocimiento de tales derechos equivale, sencillamente, a negarles eficacia constitucional… a privarles de su naturaleza de derecho fundamental”

Esta es una afirmación completamente desviada. En efecto, dejando al margen que supone un desprecio a la función más básica de las declaraciones de derechos (limitar los poderes del Estado sobre los ciudadanos), Valdés olvida que el Derecho Privado, en concreto el Derecho contractual y el Derecho de la responsabilidad extracontractual, están “programados” para impedir que un particular pueda lesionar los derechos fundamentales de otro particular al incorporarse éstos a dos reglas fundamentales del Derecho Contractual y a la cláusula general del Derecho de la responsabilidad extracontractual. En el primero, la nulidad de los pactos contractuales contrarios al orden público – que incluye el orden público constitucional – y la integración de los pactos entre particulares con todas las consecuencias que sean conformes con la buena fe, los usos y la ley. En el segundo, el principio según el cual el que causa un daño a otro está obligado a indemnizar.

Un juez no necesita de la interposición del legislador para declarar nulo el pacto por el que una persona enana, a cambio de una remuneración, se deja “lanzar” por otra persona. El legislador no necesita establecer una norma legal que prevea que “se considerará nulo por infringir el derecho fundamental de la persona enana a su honor y dignidad el contrato por el cual, a cambio de una remuneración, otra persona no enana lanza a la persona enana por los aires como si fuera un proyectil”. Tampoco necesita un juez que intervenga el legislador para declarar nula una cláusula de un contrato de seguro que excluye de la cobertura sanitaria a los hijos adoptados. Y tampoco necesita un juez que intervenga el legislador para considerar, por ejemplo, que el empleador ha incumplido el contrato de trabajo si “sanciona” al trabajador por no llevar el casco cuando no se lo había entregado previamente.

Los laboralistas son como los que sólo tienen un martillo. Que todo lo que ven les parecen clavos. Valdés pone el ejemplo – japonés – del trabajador que fue despedido al finalizar su período de prueba por haber ocultado al empleador que había desarrollado actividades políticas en el pasado. Naturalmente, el despido se consideró “mal” realizado (en términos de Derecho contractual, la resolución del contrato fue inválida). Para justificar por qué, no hay que “elevarse” a la dogmática de los derechos fundamentales ni recurrir al sometimiento estructural – poder – del trabajador al empleador. El caso es idéntico al del consumidor que, después de celebrado un contrato de seguro con una compañía, pretende resolverlo anticipadamente alegando que esa compañía de seguros había apoyado, en el pasado, al régimen nazi. La actividad política del trabajador no formaba parte del contrato de trabajo, de manera que, una vez celebrado el contrato, el empleador no podía utilizarla para terminarlo. Lo que tiene de específicamente constitucional (derechos fundamentales) el caso es que la razón alegada por el empleador para terminar el contrato no sólo no estaba prevista en el propio contrato o en la ley, sino que es odiosa, en el sentido de que afecta a la dignidad de la contraparte al considerarla como indigna de trabajar en esa empresa por el hecho de haber desarrollado actividades políticas. En estos términos, un juez no necesita de la interposición del legislador, tampoco en este caso, para acordar que la resolución del contrato por el empleador fue inválida y, aún más, que causó un daño específico al trabajador porque lesionó su dignidad y que tal daño ha de ser indemnizado.

Una afirmación como la de la Corte Suprema Argentina – que cita Valdés – en el caso Kot de 1958 es, simplemente, grandilocuente:

“nada hay ni en la letra ni en el espíritu de la Constitución que permita afirmar que la protección de los derechos humanos esté circunscrita a los ataques que procedan sólo de la autoridad” (pues de otro modo) habría que concluir que los derechos esenciales de la persona humana carecen en el derecho argentino de las garantías indispensables para su existencia y plenitud”

El derecho a la vida, por ejemplo, no está garantizado ni un ápice más en la Argentina porque los derechos fundamentales recogidos en su constitución tengan eficacia horizontal. Del riesgo de ser asesinados nos protege la policía, la prisión, los jueces etc. No la eficacia horizontal del derecho a la vida. Por tanto, lo que se deduce del reconocimiento del derecho a la vida en la Constitución es, además de una prohibición al Estado de matar a nadie, la obligación de los poderes públicos de organizar y sostener una policía, un Derecho penal y un sistema judicial y de prisiones que evite y desincentive suficientemente los asesinatos. Que el que ha sufrido un intento de asesinato o los herederos de la víctima de asesinato tienen una acción para reclamar una indemnización del agresor no se explica por la eficacia horizontal del derecho a la vida, sino porque en todos los derechos civilizados – y sería inconstitucional que tal norma no existiera o no la hubieran creado los jueces – el que causa un daño a otro está obligado a indemnizar dicho daño. Que esos daños pueden consistir en el menosprecio de la dignidad del otro, no cabe ninguna duda.

Por tanto, son las obligaciones que surgen para los poderes públicos del reconocimiento constitucional de los derechos fundamentales las que garantizan la protección efectiva de estos derechos en las relaciones sociales (en las relaciones entre particulares).

Ese es el “modelo” occidental porque es el único modelo compatible con un Estado de Derecho, con una constitución que, sin dejar de ser liberal –limitadora de los poderes estatales-, supere tal consideración para considerar a los poderes públicos como garantes de la convivencia pacífica entre los ciudadanos. La Constitución española no puede expresarlo mejor que en el tenor literal del art. 10.1

La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social.

Este es el precepto clave para elaborar la doctrina sobre la eficacia entre los particulares de los derechos fundamentales. El Derecho sirve a la paz social, pero no a cualquier “paz”, sino a la que resulta de la consideración de todos los miembros de la Sociedad como sujetos dotados de igual dignidad y de derechos; que deciden qué fines perseguir en su vida, por sí solos o en cooperación con otros a través de contratos y de organizaciones sociales y sin más límites que los derechos de los demás y los que, colectivamente – a través de la ley –, se hayan establecido por el que tiene la competencia para establecerlos (el legislador ¡no el juez ni los profesores de Derecho del Trabajo!).


Fernando Valdés Dal-Re, Tendencias del Derecho Comparado hacia el reconocimiento de la obligatoriedad general de los derechos fundamentales en las relaciones laborales, AFDUAM, 21 (2017) p 177 ss


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1 comentario:

César Ayala dijo...

También serían contratos nulos por tener causa ilícita, aunque esta ilicitud siempre pivota sobre el 10.1 CE.

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