sábado, 10 de febrero de 2018

Las relaciones entre las empresas y los consumidores son, cada vez menos, transacciones aisladas y, cada vez más, relaciones duraderas

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Tugo Cheng. Coastal Geometries

Una transformación de los mercados que los desvía notablemente del modelo de la competencia perfecta sobre la que no se ha llamado suficientemente la atención es el abandono de la transacción individual de mercado (el intercambio) y su sustitución por relaciones a largo plazo entre oferentes – empresas – y demandantes – consumidores. Si la Historia de la humanidad se explica como una extensión de las relaciones de mercado (que sustituyeron progresivamente a las relaciones en el seno de grupos de reducido tamaño) como mecanismo principal de cooperación entre los individuos, consecuencia del aumento del tamaño de los grupos humanos cuyos miembros interactúan unos con otros para “mejorar su condición”, los mercados más modernos están abandonando las transacciones individuales (los contratos spot) y completamente anónimas y sustituyéndolas por relaciones de largo plazo entre consumidores y empresas.

Los ejemplos podrían multiplicarse. No es ya que muchos productos y servicios se presten de forma continuada en el tiempo (la luz, el gas, el agua corriente, las telecomunicaciones…) y, por tanto, exijan contratos a largo plazo entre empresas y consumidores. Es que la psique humana está construida para mantener relaciones estables. “Too much choice is demotivating” y decidir es muy costoso en términos energéticos (los costes de elegir al proveedor para cada transacción explica muchos de los costes de cambiar de proveedor). Los mercados son – como hemos repetido muchas veces citando a Pinker – “cognitively unnatural”. Las empresas – gracias a la vida eterna de las personas jurídicas – pueden convertir las transacciones de mercado en relaciones a largo plazo con sus clientes (además de con sus trabajadores y con el Estado) lo que tiene que conducir, necesariamente, a modificar la forma en que establecen los precios no sólo cuantitativamente – relacionado con el coste marginal – sino cualitativamente.

Si un cliente se relaciona de forma estable con una empresa, el cálculo racional (o el resultante del entorno competitivo en el que tiene lugar la relación) llevará a una enorme dispersión de precios si comparamos los de los bienes o servicios individualmente considerados. Porque el precio que paga el consumidor no será el precio de un producto o servicio considerado en abstracto, sino su “aportación” a la relación que mantiene con la empresa correspondiente. Si el cliente “promete” a la empresa que seguirá siendo cliente suyo en el futuro, la empresa corresponderá adelantándole parte de los beneficios futuros que la empresa espera obtener de la relación – repartiéndolos con él. En este escenario de relaciones de largo plazo en lugar de transacciones atomizadas e instantáneas, la discriminación de precios, como dice Kling, lo explica todo: cada cliente recibe un precio distinto porque el precio se ajusta al coste de servir a un cliente como él. Véase este estudio sobre la competencia entre Barnes & Noble y Amazon y el desplazamiento de los clientes en función de las variaciones de los precios practicados por cada una de las empresas en relación con su competidor más próximo.

Los avances tecnológicos permiten ajustar cada vez más tal relación entre precios y costes (por eso el capitalismo del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX era más parecido al de los modelos de competencia perfecta). La competencia por atraer clientes sustituye a la competencia por vender productos y protege a los clientes frente a precios excesivos. El valor de las empresas lo determina, cada vez más, el volumen de clientes con los que mantiene relaciones estables porque indica al mercado que los competidores no han conseguido ofrecerles un “trato” mejor. Y las empresas que siguen vendiendo, simplemente, productos homogéneos, que no generan, porque no es necesario, relaciones estables valen menos porque los beneficios futuros que cabe esperar que obtendrán son menores. Están expuestas a una competencia más parecida a la que resulta de los modelos de competencia perfecta.

Naturalmente, lo anterior no significa que el análisis del fenómeno de la discriminación de precios a partir del modelo de competencia perfecta sea inútil. No lo es. En el modelo de competencia perfecta la discriminación de precios es imposible, de manera que podemos tratar de explicar la existente en los mercados reales, no desde la respuesta fácil que denostara Coase – la existencia de colusión o de poder de mercado -, como una respuesta natural, dinámica y competitiva por parte de las empresas a las constricciones que les impone el mercado en el que están presentes. Pero para eso es necesario entender cuáles son esas constricciones o disciplina de mercado a la que se enfrentan las empresas. Y no son las mismas las de empresas que mantienen relaciones estables con sus clientes y las que venden productos homogéneos en transacciones atomizadas. Por ejemplo, es poco probable que las primeras se cartelicen para lo que las segundas tienen incentivos mucho más potentes. Sólo cuando la empresa no esté sometida a la disciplina del mercado en medida significativa o la reacción concreta de las empresas a esas constricciones no sea explicable en términos racionales como producto de una decisión autónoma – no concertada con los competidores – podremos calificar como problemática desde el punto de vista del Derecho la discriminación de precios.

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