miércoles, 4 de abril de 2018

Deberes de los administradores en situaciones próximas a la insolvencia

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Letra “P” del Jaimecedario de @thefromthetree


Un buen trabajo


Estoy leyendo el libro de Eva Recamán (Los deberes y la responsabilidad de los administradores de sociedades de capital en crisis, 2016) que tiene interés, está trabajado y no se limita a describir y reproducir lo que han dicho otros sobre el tema. Hay algunas cuestiones muy divertidas junto a otras que son auténticos ladrillos. Por ejemplo, nos explica en bastantes páginas el deber de diligencia de los administradores. Lo hace bien, mejor que la media, pero es ¡tan aburrido y tan poco interesante! (lo propio sobre la competencia – de administradores o de la junta - para solicitar el concurso que la autora “agota”). Nos explica lo del interés social, pero sin aportar nada específico a la discusión. Recamán que es modesta pero inteligente aclara que para lo que ella quiere discutir, tampoco son relevantes las discrepancias en la doctrina al respecto, pero las reproduce no vaya a ser que le digan que no ha citado a todos los que debiera. Lo que echo en falta es un mayor esfuerzo para separar el grano de la paja y una ponderación adecuada de las cuestiones que carecen de interés y las que son importantes porque forman parte de los cimientos de un moderno Derecho de Sociedades o son relevantes para la cuestión que estudia la autora.

En este sentido, las cuestiones discutidas en torno a


la idea del interés social


pueden ser absurdas y triviales o fundamentales y constructivas. Por ejemplo, carece de interés discutir como hizo alguno hace algunos años si la empresa tiene un derecho a sobrevivir resistente a la voluntad de la mayoría de los socios de disolverla y liquidarla. Es poco interesante seguir discutiendo acerca de a quién deben diligencia y lealtad los administradores sociales. Pero tiene un enorme interés (específicamente para los juristas) examinar la transcendencia de la referencia a la actuación de los administradores “obrando de buena fe y en el mejor interés de la sociedad” del art. 227.1 LSC o en el 226 LSC cuando recoge la business judgment rule y dice que los administradores, para estar protegidos por la regla, han de actuar “sin interés personal” en el asunto. O cuando el 204 LSC se refiere al “interés social” para determinar si los acuerdos sociales son impugnables. Seguir discutiendo acerca de las tesis institucionalista y contractualista del interés social sin descender al análisis de los deberes de lealtad de socios y administradores tiene poco sentido (salvo que uno hable de cosas mucho más generales como las que ocuparon a Smith, Friedman, Arrow y tantos otros economistas acerca de la función social de las empresas).


Recamán, sin embargo, saca algo de petróleo de todas las discusiones en las que se adentra. Por ejemplo, consigue una definición razonable de lo que es una crisis empresarial; acierta al exigir una diligencia cualificada a los administradores sociales en tales situaciones (no tanto, pero eso lo dejo para otra ocasión, en el fundamento legal de tal obligación cualificada de diligencia) en lo que se refiere a su deber de informarse, de llevanza de la contabilidad y de “advertir” a los socios de lo que está pasando con las finanzas de la compañía y también acierta al tener en cuenta que las distintas áreas del Derecho tienen funciones especializadas de manera que es una locura pretender resolver todos los problemas utilizando el mismo martillo.

También es muy divertido el paralelismo, que esboza Recamán, entre el “interés concursal” y el “interés social” para analizar los deberes de los administradores concursales (“servir al interés concursal”) y el de los administradores sociales (“servir al interés social”). Sobre la base de un trabajo de Tirado, concluye que ambos han de maximizar el valor del patrimonio cuya gestión tienen encargado en beneficio de los acreedores en el primer caso y de los socios en el segundo, apuntándose así a la idea de que los administradores sociales han de maximizar el valor del patrimonio social y que han usar los poderes discrecionales que el ordenamiento les atribuye para “jugar en lugar de y por otro” (los beneficiarios) – prescriptivamente - de buena fe y con independencia de juicio y – proscriptivamente – absteniéndose de incurrir en conflictos de interés y de apropiarse/distraer cualquier activo del patrimonio que gestionan en interés de los socios.

Esta comparación entre el interés concursal y el interés social da mucho juego y convendría que alguien explorase en ella teniendo en cuenta, entre otras cosas, (i) que la comunidad entre los acreedores es incidental, no voluntaria – a diferencia de la comunidad entre socios que es voluntaria, esto es, contractual y que eso lo cambia todo –  (ii) que los administradores concursales se parecen más a los liquidadores que a los administradores sociales; (iii) que los acreedores nunca son titulares residuales porque tienen limitada su participación en los aumentos de valor o rendimientos del patrimonio – de la masa – a la cuantía de sus créditos, de manera que los socios de la sociedad concursada conservan una “opción” si los administradores concursales o las circunstancias hacen que la masa activa alcance un valor suficiente como para pagar a todos los acreedores…En cuanto al


juego de la business judgment rule en situaciones de crisis empresarial


(Recamán las define como tendencias financieras negativas no reversibles sin alguna actuación por parte de los administradores), creo que Recamán (pp 176-178) haría bien en seguir a Vicari al que, sin embargo, cita en contra, por dos veces –. Como dice Vicari, también en situaciones de crisis empresarial juega la business judgment rule y los administradores no pueden ser demandados en ejercicio de la acción social de responsabilidad porque hayan optado por la alternativa más arriesgada entre las disponibles o porque hayan considerado que era mejor “no hacer nada” y ver cómo se desarrollan los acontecimientos. El hecho de que el riesgo de quiebra esté más próximo no modifica la aplicación de la regla del art. 226 LSC. Como dice Vicari

“en un contexto de crisis, no se aprecian razones normativas para derogar la disciplina ordinaria que considera diligente la persecución del beneficio ni para imponer, en su lugar a los administradores, una obligación de actuar desde una perspectiva puramente conservativa. Tanto en el caso de pérdida del capital como el de crisis, no hay motivos para inaplicar la business judgment rule en la valoración de la reacción de los administradores al estado de dificultad”

Por tanto, no es correcto lo que dice Recamán (p 177):

“En cuanto a la aplicabilidad de la regla en relación con las decisiones que se toman cuando la sociedad se encuentra ya en situación preconcursal, se debe comenzar por recordar que la regla, en su concepción originaria, exigía que la decisión se tomara en interés de la sociedad. Así debe entenderse la exigencia de que el administrador haya actuado de buena fe en el sentido de que el administrador actuará en el que considere el mejor interés de la sociedad. En consecuencia, la regla no será aplicable en los caos en que la decisión resulte contraria al interés social”

Que la business judgment rule no ampare las decisiones disparatadas o irracionales, como también explica la autora, no cambia la conclusión. No hay que “rebajar” el estándar para considerar irracional o disparatada una decisión de los administradores por el hecho de que la sociedad esté en una situación de crisis empresarial. Si acaso, estaría justificado dar más libertad a los administradores en relación con los socios ( con los acreedores es otra cuestión, pero la business judgment rule no afecta en absoluto a los acreedores) para que los administradores no sean excesivamente aversos al riesgo en esas fases y acaben por no hacer nada con lo que conviertan la quiebra de la compañía de una amenaza en una promesa irrevocable.

La exigencia de que el administrador actúe de buena fe en el mejor interés de la sociedad para quedar protegido por la business judgment rule va referida a la buena fe subjetiva, es decir, el administrador ha de “creerse” que la decisión que ha tomado es la mejor para la sociedad tras haber realizado un juicio independiente lo que significa, a su vez, que la decisión se ha formado en su propia cabeza y no ha venido determinada por la voluntad de ningún tercero concreto. Como dice el art. 228 d) LSC: “Desempeñar sus funciones bajo el principio de responsabilidad personal con libertad de criterio o juicio e independencia respecto de instrucciones y vinculaciones de terceros”. Paz-Ares, en su reciente trabajo sobre el consejero dominical dedica unas luminosas páginas a este deber de independencia y de actuación de buena fe del administrador como contenido prescriptivo de los deberes fiduciarios.

Por tanto, que, objetivamente, la decisión del administrador resulte ser “buena” para maximizar el valor del patrimonio social o, por el contrario, resulte que empeora la situación de crisis de la empresa es irrelevante y tener en cuenta el resultado es más bien, contrario a la finalidad de la business judgment rule. El enjuiciamiento de la conducta del administrador ha de hacerse desde una perspectiva ex ante y procedimental. No ex post ni sustantiva. Y, como es de sobra conocido, la jurisprudencia norteamericana no ha considerado prácticamente nunca que una decisión de los administradores adoptada de buena fe, desinteresadamente y con un procedimiento adecuado sea tan disparatada o irracional como para que los administradores pierdan la protección de la business judgment rule.

En fin, en este punto, Recamán extrae una conclusión (p 178) que no se sigue del razonamiento que ha desplegado en las páginas anteriores. Finaliza el capítulo diciendo que, cuando la sociedad es insolvente pero no se ha declarado todavía el concurso,

“la regla (la business judgment rule) debe modularse en interés de los acreedores a partir del momento en que la sociedad se encuentra en estado de insolvencia, aun cuando no haya solicitado el concurso, con independencia de que se encuentre aún en plazo para hacerlo tempestivamente. Los intereses que deberán defender los administradores de una sociedad ya insolvente habrán de ser los de los acreedores. La aplicación de la regla y, por tanto, la exclusión del enjuiciamiento de las decisiones de los administradores deberá resistir la prueba de la defensa del interés de los acreedores en este escenario”

Esta afirmación contiene, creo, tres errores. El primer es que, como decimos, no es una conclusión que se siga de lo expuesto anteriormente. El segundo es que es contradictoria con lo afirmado en otras partes del libro en el sentido de que “el legislador… ha determinado… cuándo el interés de los acreedores se antepone: en el proceso concursal” (p 127) y el tercero y más importante porque confirma un error previo (el de considerar que los deberes fiduciarios de los administradores son deberes que éstos soportan frente a cualquier tercero distinto de la sociedad) es el de interpretar y aplicar la business judgment rule desde la perspectiva de los intereses de los acreedores. No está en el fin de protección de la norma que prohíbe a los administradores sociales adoptar decisiones disparatadas la protección de los intereses de los terceros ajenos a los socios (en lo que a su condición de miembros de la persona jurídica titular del patrimonio separado formado por sus aportaciones se refiere). El legislador establece el art. 226 LSC para proteger a los socios – el “interés social” – no para proteger a los terceros que se relacionan con ese patrimonio. Hay una prueba irrefutable: ¿y si los socios, por unanimidad deciden liberar a los administradores de cualquier responsabilidad por negligencia para animarles a ser arriesgados en la gestión del patrimonio social? ¿Sería oponible a los terceros esa exención de responsabilidad? Obviamente, la respuesta es negativa. Los estatutos sociales y las leyes de sociedades que integran los estatutos – que regulan el contrato de sociedad como los artículos 1445 y siguientes del Código Civil regulan el contrato de compraventa -  no pueden perjudicar a terceros (ni beneficiarlos). Son res inter alios acta. Aunque se depositen y publiquen en el Registro Mercantil. Al tercero, los deberes que tengan los administradores frente a la sociedad que administran no pueden ni perjudicarlos ni beneficiarlos. Por tanto, si los administradores sociales “deben algo” a los acreedores sociales habrá que decidirlo de acuerdo con los criterios que permiten imponer responsabilidad de acuerdo con las reglas generales de la responsabilidad extracontractual o contractual. No de acuerdo con las reglas del contrato de sociedad. Por cierto, que es lo que parece hacer Recamán en el capítulo siguiente (p 181 ss) ¿Cómo cuadran ambas aproximaciones a la responsabilidad de los administradores?


Hay que distinguir la responsabilidad de la sociedad que contrata con un tercero en una situación de crisis de la responsabilidad personal del administrador por su actuación como representante de la sociedad – del patrimonio separado – en la negociación y ejecución de los contratos de la sociedad con terceros.


En este punto, confunde más que aclara ocuparse del caso residual de la actuación del administrador en relación con los socios considerados individualmente y la eventual producción de daños al socio. Si el socio se relaciona con la sociedad como un tercero (p. ej., un socio vende un inmueble a la sociedad o le compra una partida de los vinos que produce la compañía), la condición de socio es, en principio, irrelevante para examinar la responsabilidad de la sociedad y, eventualmente, la personal del administrador. Y los casos en los que cabe afirmar la responsabilidad personal del administrador por el incumplimiento de un contrato celebrado por la sociedad con un tercero son casos generales del Derecho de la responsabilidad extracontractual como la autora analiza extensamente apoyándose en la exposición de la situación jurídica en casi todos los principales ordenamientos (pp 194 ss). Especial interés tiene, naturalmente, que se considere generador de responsabilidad personal del administrador el retraso por su parte en promover la declaración de concurso, dado que puede afirmarse que se trata ésta de una obligación que el legislador ha impuesto con el fin de proteger los intereses de los terceros acreedores (p 204). Así lo ha considerado también nuestro legislador al incluirlo como uno de los elementos que pueden justificar la consideración del concurso como culpable y, por tanto, conducir a la imposición de responsabilidad por el déficit concursal. De nuevo, las conclusiones son excesivas, poco claras y no se siguen del análisis previo (pp 205-26):

“Consideramos posible defender… la existencia de un deber objetivo de cuidado en protección de acreedores que se deriva originariamente del más general deber e negociar de buena fe que pesa directamente sobre el administrador (autónomo de aquél que pesa sobre la sociedad), que se fundamenta por una parte en el deber de velar por el cumplimiento por parte de la sociedad del ordenamiento jurídico y, en un segundo y más concreto nivel, en la imputación personal de las consecuencias dañosas derivadas de su intervención en la contratación de la sociedad en crisis como generador de una especial posición de confianza o garante de las manifestaciones por él realizadas, bien por omisión, incorrección o falsedad (dentro de los límites ya expuestos), siendo la información lo suficientemente relevante como para influir de manera sustancial en la formación de la voluntad contractual del tercero”

Interpretando el texto transcrito a la luz de las páginas siguientes del libro (porque, en otro caso, habríamos de ser mucho más críticos ya que el texto contiene afirmaciones grandilocuentes y no coherentes entre sí), lo que se quiere decir es, simplemente, que el administrador, como cualquier mandatario con poder de representación puede responder personalmente frente al tercero con el que contrata por cuenta y en nombre del dominus (de la sociedad) cuando haya infringido un deber de cuidado que el ordenamiento le impone a él personalmente para proteger los intereses del tercero con el que contrata en nombre y por cuenta de un tercero. El Derecho de sociedades, una vez más, no impone nada exorbitante y que no encaje perfectamente en las reglas generales del Derecho civil de la responsabilidad contractual y extracontractual o en la actuación por medio de representantes.

Si la sociedad está en situación de insolvencia actual, dice Recamán (pp 208210), el administrador debe indicarlo al tercero con el que celebra un contrato en nombre de la sociedad. La razón es obvia: si la sociedad se mantiene activa en el tráfico, los terceros tienen derecho a creer que no son insolventes y el administrador la obligación de revelar la “inusual” situación en la que se encuentra la sociedad. Pero – como el caso semejante de que la sociedad esté en causa de disolución demuestra – lo relevante, respecto del tercero, no es tanto la situación financiera en la que se encuentre la sociedad como la probabilidad de que la sociedad no pueda cumplir el contrato con el tercero. ¿Por qué? Porque lo que hace probable el daño al tercero contratante no son las dificultades financieras de la sociedad, sino el incumplimiento por parte de la sociedad. Si afirmáramos la responsabilidad personal del administrador por todos los contratos celebrados – o no terminados – en situación de crisis empresarial, estaríamos imponiendo la obligación a todas las empresas en situación de crisis de cerrar sus instalaciones y abandonar la actividad ipso facto, lo cual, naturalmente, no defiende nadie. El administrador de un restaurante en pérdidas hará bien en seguir haciendo pedidos de pescados y carne salvo que los pedidos deban considerarse una estafa (porque el administrador sabe positivamente que no podrán ser pagados). Porque si no hace los pedidos, tendrá que cerrar el restaurante cuando, en la inmensa mayoría de los casos, se tratará de una dificultad financiera transitoria. Por tanto, el criterio para imputar responsabilidad personal al administrador por el incumplimiento del contrato celebrado por la sociedad con el tercero no es la situación financiera de la compañía sino el conocimiento (real o debido) por parte del administrador de que existía una elevada probabilidad de que la sociedad no pudiera cumplir con las obligaciones asumidas en el contrato. Cuestión distinta es que la sociedad se encontrase en causa de disolución y fuera aplicable el art. 367 LSC de lo que nos ocuparemos más abajo.

El análisis de los casos en los que el administrador responde por haberse inmiscuido en la relación entre la sociedad y el tercero (Paz-Ares explica en estas páginas cuándo es preferible recurrir a la tutela aquiliana del crédito y cuándo a la participación del administrador en el incumplimiento por parte de la sociedad por haber “inducido” a ésta a incumplir: si la relación entre el que se interfiere y el “interferido” es de mandato, habrá que considerar al que se entromete en la relación ajena como un inductor) los concreta Recamán a los casos en los que, encontrándose la sociedad en una situación en la que no podrá pagar a todos los acreedores, el administrador decide beneficiar a unos y perjudicar a otros pagando selectivamente a sabiendas de que tales pagos impedirán el cobro por los que no resultan preferidos. De nuevo, este análisis es coherente con el que realizan los tribunales para determinar si hay responsabilidad concursal.

Por último (en esta entrada, no en el libro), en relación con


la interpretación del artículo 367 LSC,


la autora se extiende en la exposición de la literatura española sobre la materia (y de la italiana y alemana, que también hay) y lo hace en los términos de si se trata de una responsabilidad de naturaleza sancionatoria o indemnizatoria (pp 252-253). Aunque no he estudiado la cuestión profundamente, es probable que, en esos términos, la discusión no sea muy útil y creo preferible calificar la norma como una suerte de fianza legal (como ha propuesto Paz-Ares para explicar la responsabilidad del socio colectivo por las deudas sociales y como ha entendido Campins y aceptado Bermejo y Rodríguez Pineau para la responsabilidad impuesta en este precepto). El administrador se convierte en fiador (ha de pagar si no lo hace la sociedad) por haber asumido una deuda en nombre de la sociedad encontrándose ésta en causa de disolución. No es responsabilidad por daños. Es responsabilidad por incumplimiento (“responder como modo de estar obligado”). El administrador, como el fiador, ha de pagar si no lo hace el deudor que es la sociedad. Y la aplicación del régimen de la fianza parece ajustado a la situación. Por tanto, no tiene mucho sentido discutir si es una responsabilidad “objetiva” o “por culpa”. Nuevamente, a menudo, describir no es explicar y los trabajos doctrinales a los que la autora se remite (p 254) parecen hacer lo primero, no lo segundo, lo que lleva a conclusiones pobres (“la ley establece una consecuencia específica por el incumplimiento de un deber igualmente específico: la responsabilidad – garantía legal – solidaria por las obligaciones de la sociedad cuando se incumplan específicos deberes que nacen con la aparición de la causa de disolución”). Quizá no deba decirse lo mismo de la responsabilidad por el déficit concursal prevista en el art. 172 bis LC que parece mucho mejor entender como un supuesto de responsabilidad extracontractual (un tort).

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